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César Coca
Sábado, 6 de julio 2019, 07:41
El óleo de Elías Salaverría que muestra a los tripulantes de la nao Victoria desembarcando en Sevilla suaviza la imagen. Pero así y todo, ... los rostros demacrados, la extrema delgadez, las llagas y heridas abiertas, los andrajos con que visten y el cansancio que denotan los gestos sirven para hacerse una idea de cómo era la vida a bordo de uno de aquellos buques a comienzos del siglo XVI. Fray Tomás de la Torre, que tomó nota detallada de su viaje entre Salamanca y Chiapas, entre 1544 y 1545, fue quien mejor lo definió: un barco era una cárcel de la que nadie, aunque no llevara grilletes, podía escapar. Las condiciones, en efecto, eran las de una prisión. Una prisión de hace 500 años.
El primer problema era la carencia de espacio: en la nao Victoria, un buque de 28 metros de eslora por 7,5 de manga, viajaban 45 personas al inicio del viaje. Pueden no parecer muchas, pero conviene recordar que sobre la cubierta se situaban también las pertenencias de la tripulación, y que prácticamente no había otro espacio disponible, salvo para el capitán y alguno de sus oficiales. Como explica el investigador Esteban Mira Caballos, especializado en Historia de España y América en esa época, era verdaderamente complicado recorrer el buque de proa a popa por la escasez de espacio. Durante la navegación, la higiene no existía. El agua dulce era siempre escasa y no se podía emplear para lavarse. Los olores en casi cualquier rincón del buque eran nauseabundos, y cuando la mar se encrespaba, directamente insoportables a causa de los vómitos. No había un lugar reservado para defecar, de manera que aliviar vejiga e intestino se convertía en un acto semipúblico. Además, la lluvia, el frío y el calor extremos causaban estragos. Y por si eso no fuera suficiente, la presencia de piojos, cucarachas, chinches, pulgas, ratas y ratones contribuía a propagar todo tipo de enfermedades.
La comida y la bebida no ayudaban a mejorar el estado de ánimo. Si el tiempo era malo o ventoso no se podía hacer fuego a bordo. Aunque se dieran las mejores condiciones, solo se hacía una comida caliente al día. La carne de cerdo en salazón, el queso, el arroz y algo de pescado componían la dieta básica. Se complementaba con bizcochos que con el paso de las semanas se endurecían como piedras, y vino. Como norma, cada tripulante recibía una ración diaria de un litro de vino. También se les entregaba un litro de aceite y tres de vinagre al mes, como detalla Mira Caballos. Cuando los viajes se alargaban más de lo previsto, el hambre y la sed se convertían en una tortura. Cuenta Antonio de Pigafetta, el cronista del viaje, que al salir al Pacífico, estuvieron tres meses sin comer alimento fresco alguno. En esas circunstancias, las ratas se convirtieron en un manjar. «Se pagaba a medio ducado la pieza, y más que hubieran aparecido», explica en su relato de la travesía.
A bordo, el tiempo se hacía eterno. Los únicos entretenimientos eran charlar, cantar, contar historias o jugar a los naipes. El sexo era cosa de ciencia ficción, dado que apenas iban mujeres en esos buques y la relación entre hombres estaba castigada incluso con la pena de muerte. Solo en algunos barcos, avanzado el siglo, empezaron a viajar prostitutas.
Por todo ello, la llegada a puerto era una fiesta, incluso aunque quienes los recibían no fuesen un dechado de amabilidad. Los buques se limpiaban -hasta se perfumaban con plantas olorosas-, se llenaban las tinajas, se reponían provisiones y era posible curar a los enfermos con más medios que los muy precarios que se encontraban a bordo. Con todo, la mortalidad era elevadísima. Sin contar los enfrentamientos con piratas o enemigos, la enfermedad y con frecuencia el hambre causaban estragos en aquellas cárceles a cielo abierto.
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