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Quienes me leen en este periódico una vez al mes saben que rara vez hablo de mi vida privada, entre otros motivos porque soy consciente ... de que a nadie le interesa que las escritoras (y los escritores) usemos estos espacios para contarles nuestras cuitas. Sin embargo, muy de vez en cuando siento la necesidad de escribir y compartir una reflexión estimulada por un evento de mi vida cotidiana porque intuyo que resonará en ustedes si han tenido vivencias similares o porque espero que encuentren en mis palabras un reconocimiento de sus propias emociones e intuiciones, herramientas para hacer memoria o para pensar el presente. Hace un mes les conté sobre mi mudanza, sobre lo que se pierde y sobre lo que permanece cuando una cambia de hogar y de territorio. Pues bien: hoy les quiero hablar sobre echar raíces, literal y metafóricamente, no tanto por mi circunstancia personal –que también– sino porque esa es una de las ideas principales del primer libro que he leído en este nuevo hogar que ahora habito: 'El jardín contra el tiempo. En busca de un paraíso común', de Olivia Laing, traducido por Lucía Barahona y publicado por la editorial Capitán Swing.
Mientras desembalamos las cajas de objetos más necesarios y empezamos una limpieza titánica de la casa, —la dueña anterior, además de ser una mentirosa redomada, es, visto lo visto, tremendamente sucia— miramos, a través de los ventanales, cómo la hierba, las zarzas y las ortigas crecen salvajes alrededor de la casa. Nos hemos propuesto no ceder a la tentación de quitar la mayoría del césped —un invento absurdo de domesticación de la naturaleza que únicamente da trabajo— y comenzar un huerto: tenemos demasiadas faenas y la casa requiere tiempo que no podemos invertir en preparar la tierra y la almáciga, trasplantar, mantener el terreno libre de mala hierba, cuidarlo de plagas, estar al tanto de la humedad necesaria y un largo etcétera de tareas que exige la huerta. También nos hemos propuesto no ceder a la tentación de plantar árboles frutales todavía. Esto es más fácil: la inmensa mayoría no se debe trasplantar en primavera. Pero comienzo a leer el libro de Olivia Laing y me transmite la urgente necesidad de, al menos, intentar imaginar, más allá del huerto y los frutales, un jardín, algo nuevo en mí, que hasta ahora solo he querido plantar cosas que se puedan comer. Tal vez este cambio se debe a que el jardín de Laing es mucho más que un conjunto de flores y plantas decorativas bien ordenadas y bellas. En realidad, la autora propone una forma de mirar el mundo y de habitarlo que me resulta tremendamente atractiva. Su libro 'El jardín contra el tiempo' es una reflexión profunda sobre la relación entre el ser humano y la naturaleza, sobre el cuerpo y el trabajo físico que exige intentar domesticarla; es un tratado de horticultura y una autobiografía que nos remite a los días de la pandemia; es una historia de la idea de jardín asociada a la búsqueda del Edén; es un estudio cultural sobre el jardín y su representación en la literatura británica; es una interpretación política del jardín británico, de las expropiaciones y expolios que lo hacen posible. Olivia Laing desarrolla todas estas ideas al tiempo que narra su mudanza a una vieja casa de la que se enamora no tanto por el edificio, sino por un jardín histórico que ella restaura, valiéndose de su sabiduría como herborista, a partir del verano de 2020: una batalla contra la enfermedad y el miedo, contra el apocalipsis individualista, el desastre climático y el tiempo frenético que nos impone el turbocapitalismo.
En el jardín de Olivia Laing la belleza pasa de ser un lujo a un derecho; el tiempo, marcado por el ritmo de crecimiento y muerte de la naturaleza, es como debe ser: no se acelera para su explotación exhaustiva ni para que reine la sobreabundancia. Por mucho que el capitalismo imponga su ritmo frenético y todo lo que nos rodea tenga su propia obsolescencia programada, la naturaleza nos obliga a seguir su cadencia. El jardín de Laing —el suyo propio y el ideal que propone en sus reflexiones— permite echar raíces, ofrece calma, embellece, inspira, nos obliga a mirar con detalle, a esperar, nos recuerda que existe una virtud llamada paciencia. Estos son todos procesos individuales, pero Laing explora también la dimensión colectiva y política del jardín, ya que forman parte fundamental de la idiosincrasia británica, su historia y su cultura. Para la autora, las plantas nos enseñan muchas cosas: no solo nos ayudan a entender el arraigo, también el sufrimiento que se inflige cuando se desarraiga a una persona o a una comunidad. Laing es muy consciente de que algunos de los vergeles más exuberantes y famosos de Inglaterra son fruto del expolio: tanto de tierras comunales inglesas como del enriquecimiento de ciertas familias con el negocio de la esclavitud, que usaron el jardín como forma de ostentación de su riqueza y de blanqueamiento social. A pesar de esta vinculación con la colonización y la opresión de clase, el jardín también ha estado asociado con el pensamiento utópico, el socialismo y el comunismo premarxista. William Morris, el célebre arquitecto, artista y escritor socialista a quien Laing dedica numerosas páginas, consideraba que la belleza que encarna el jardín debería ser asequible para todos, que cada persona –pensemos en el Londres oscuro y sucio decimonónico— debería tener a los beneficios de cultivar y contemplar un jardín. El jardín que reivindica Laing es también el que se sirve de refugio, como el de Iris Origo, que en la Toscana italiana usa su laberíntico y exuberante vergel para dar cobijo a los perseguidos por los nazis y fascistas durante la segunda guerra mundial.
El Edén, ese jardín idílico al que la tradición judeocristina da categoría de Paraíso, no es para Laing un lugar de abundancia perpetua, reservado para unos pocos. El Edén que propone la autora es un refugio abierto que se nutre del conocimiento de todos quienes, con su sabiduría, han contribuido a crear esos espacios de ensoñación y creatividad pero también de solidaridad y cobijo.
No tengo tan grandes aspiraciones –tampoco el conocimiento ni el terreno ni el tiempo como para crear un Edén en la tierra al estilo de Olivia Laing– pero sí la necesidad de luchar, como ella, contra el tiempo impuesto y la contemporaneidad inasumible, de crear un pequeño ecosistema que funcione fuera de las dinámicas de lo útil y lo productivo, de lo efímero y lo voraz.
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