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Supongo que a muchos les habrá pasado alguna vez. Entrar a una tienda, y darse cuenta, enseguida, de que la dependienta, o dependiente (depende, ¿de ... quién depende?), mira con extrañeza y asombro, cuando no con simpatía y, después del silencio necesario y pertinente, se aventura a decir que hacía mucho que no entraba usted, y al responderle que es la primera vez, que nunca antes había sucedido, la otra persona, con gesto de duda y desconfianza, afirma tajantemente «pues se parece usted mucho a alguien, ignoro su nombre, fue cliente habitual durante una larga temporada, de ahí la extrañeza y la confusión, perdone...».
La batalla del contemporáneo es contra la asimilación; nadie quiere ser intercambiable por otro, como piezas idénticas de un engranaje mecánico, aséptico y funcional. Todos luchan por la autenticidad, por ser ellos mismos, sea cual sea la situación, el instante y la coyuntura que toque vivir. Cada persona quiere ser tal y como es y como ha sido siempre. Requiere de un ejercicio de autocontrol bastante elaborado, que no está a disposición de todos, o de trabajar en una suerte de simulacro, de cara a los demás, más que al entendimiento propio. Nadie quiere sufrir, ni penar por dolores imprevistos, y difícilmente achacables al descuido, al azar y a la desidia. Nadie quiere que el miedo se desate en sus entrañas y les haga correr hacia espacios desconocidos, hacia lugares tenebrosos. El miedo actúa igual que un manual de autoayuda moderno, obliga a la toma de medidas no pensadas anteriormente, a la asunción de la fragilidad inherente, a la contemplación, púdica o no, de las flaquezas que se han hecho visibles, a la exhibición de los errores cometidos, al castigo y humillación correspondientes: nunca más, no volveré a hacerlo.
Ser distinto a los demás, que a nadie lo confundan con otra persona, faltaría, tal es la aspiración común, se busca ser lo que se es, en cualquier ocasión, oportunidad y vaivén. Pero, antes habría que definir qué se es exactamente. Al igual que todos los árboles del mundo se parecen en algo, todos los humanos tenemos, como especie, ciertas cosas en común. No debería extrañar que nos confundan, en la tienda o en la calle; que nos miren intentando ubicarnos en un tiempo pasado. Sería lamentable vivir en un mundo cambiante, como el actual, y, a cada paso, no reconocerse, ser indiferente a la suerte de los demás, o a la propia, sin preocuparse más allá de la inmediata y acuciante necesidad.
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