Una vez fui nacionalista y robé un llavero. Fue un robo extraño, con permiso de la autoridad competente, pero robo al fin y al cabo. ... Habíamos parado en una área de servicio de Francia, camino de Roma, en el viaje de estudios de Tercero de BUP. Teníamos diecisiete años. Bajamos todos en tropel, nos metimos en la cafetería y empezamos a pedir ruidosamente cocacolas. También fuimos a mear. El dueño del local, horrorizado, vio que llegábamos del subdesarrollo y refunfuñó: «Españoles de mierda». Lo dijo en un francés comprensible, nítido, escolar, con todos los acentos posibles sobre el sustantivo «merde». El cura que nos apacentaba lo escuchó, se picó y nos pareció oírle: «Haced lo que queráis». O tal vez solo hizo un gesto, o nada. En cualquier caso, lo entendimos como una invitación para reanudar patrióticamente lo que dejamos a medias en 1808. Yo me llevé un llavero. Un compañero, más habilidoso y quizá entrenado en el crimen, cogió un lapicero gigante.

Publicidad

Aquel día, sin embargo, entendí que iba a ser un tipo honrado. Mi honestidad esencial no nacía de la devota lectura de los Evangelios, sino de una acusada y algo triste incapacidad para el delito. Al guardarme ese llavero en el bolsillo sentí posarse sobre mí la mirada de la Gendarmerie, de la Legión Extranjera, de Jean Paul Belmondo, del Ejército francés al completo. No había que tomárselo a broma: Francia era una potencia nuclear y desconocía las repercusiones penales de robar un llavero con alevosía, revanchismo y orgullo nacional. Finalmente, nos montamos en el autobús y abandonamos el área de servicio como un ejército desalmado pero vencedor. ¡Qué magnífico cuadro de Goya hubiéramos hecho!

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Suscríbete los 2 primeros meses gratis

¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión

Publicidad