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En la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) del Hospital Donostia todavía se puede vislumbrar en el suelo una pequeña marca frente a la puerta de entrada de cada box. Hoy apenas nadie repara en ella. Los sanitarios entran y salen para atender a los pacientes sin apenas darse cuenta de ese vestigio que pisan sin miramientos con los zuecos. Pero representa una época que «no se nos va a olvidar nunca», la de una pandemia que despertó un «compañerismo» y «sentido crítico a nivel clínico y científico» jamás visto hasta la fecha, pero que también ha supuesto «un antes y un después para todo aquel que estuviera implicado» en la atención. «Hemos mejorado en muchos aspectos y ahora estaríamos mejor preparados en cuanto a conocimientos para hacer frente a una situación similar. Pero emocionalmente no sé si seríamos capaces de aguantar otra pandemia», coinciden en resumir tres profesionales del Hospital Donostia que hace cinco años batallaron en primera línea frente al virus.
No hace mucho tiempo esa simbólica marca en el suelo que todavía a día de hoy se puede escudriñar en el suelo de la UCI del centro se erigía como una auténtica muralla delante de cada habitación. Separaba la zona limpia de la sucia en la planta, donde los profesionales desinfectaban sus prendas antes de atender a otro enfermo. Era la época más dura de la pandemia y el área estaba repleta de personas infectadas por un virus nuevo que provenía de China, se transmitía con muchísima facilidad y provocaba unas neumonías terribles. No tardó en llegar a Euskadi. Primero al hospital Txagorritxu de Vitoria, después a los de Basurto yGaldakao. Gipuzkoa no fue una excepción , aunque «aquí llegó un poco más tarde», recuerda Félix Zubia, jefe de servicio del área. Era primavera de 2020 y, aunque Osakidetza llevaba semanas preparándose para hacer frente a este patógeno, los profesionales sanitarios se encontraron de bruces con«algo que no conocíamos, constantemente era enfrentarnos al miedo y a lo desconocido».
Félix Zubia
Jefe servicio UCI Hospital Donostia
Para entonces el coronavirus ya circulaba por el territorio desde hacía días. Incluso semanas. Y no se transmitía solo por gotículas y o directo, como pensaban en un principio las autoridades sanitarias. Los aerosoles se confirmaron después como unos grandes propagadores del SARS-CoV-2. Se declaró el estado de alarma y el confinamiento; y los contagios se comenzaron a contar por decenas, por centenas, por miles... «Pasamos ese primer verano bastante bien, pero hubo una falsa sensación de seguridad y en otoño empezó todo otra vez. En aquel momento me di cuenta de que aquello no iba a acabar, que iba a ser algo muy serio y que iba a durar bastante tiempo», relata Zubia.
El edificio Amara era el elegido para acoger a los primeros pacientes que ingresaran en el HospitalDonostia. Vaciaron la cuarta planta, con capacidad para 50 enfermos, y llevaron a esas personas a otras zonas del centro para tenerlo todo listo para lo que pudiera pasar. Todo comenzaba a saltar por lo aires. Eñaut Agirre estaba destinado en el servicio de Medicina Interna y lo vivió también en sus propias carnes «Las plantas iban cambiando de lo que decíamos en ese momento. De plantas limpias a plantas con pacientes Covid. En ese momento vimos que la capacidad de infectar del virus era muy grande.Veías unidades familiares enteras cayendo infectadas. Ahí fuimos conscientes realmente de la magnitud que estaba cogiendo todo aquello», rememora. No fue hasta aquel otoño de 2020, agrega Zubia, cuando «aprendimos realmente a tratar, conocimos la enfermedad mejor, le perdimos el miedo y aprendimos a vivir con ello».
Luego llegaron las vacunas. Y tras los primeros antídotos, la variante Delta. Y con esta nueva mutación del coronavirus el Hospital Donostia «colapsó». Gipuzkoa alcanzó en primavera de 2021 la incidencia más alta del Estado y casi de Europa, y la capacidad del centro para atender a tantos enfermos se vio desbordada. El jefe de servicio de la UCI tiene grabada a fuego en su cabeza la fecha exacta: el 13 de abril de aquel año. En la unidad llegaron a tener ingresadas aquel día a 73 personas, cuando la capacidad de la UCI tan solo es de 48 camas. «Yo no dormía pensando dónde íbamos a poner los pacientes al día siguiente. Para mí lo más duro ha sido eso. El miedo no era ir a trabajar, era pensar dónde iban a entrar al día siguiente. Porque si hoy tenemos 73, ¿mañana dónde van a entrar? Porque sabías que al día siguiente iba a haber más, y al día siguiente más, y al día siguiente más... Tuvimos que habilitar UVIs fuera de lo que es la UVI en sí», sentencia.
Eñaut Agirre
Médico internista
De aquellas semanas, aquellos meses, ambos tienen grabada la sensación de soledad al acudir diariamente al hospital. «Me acuerdo del confinamiento, de venir solo por la carretera que parecía una ciudad fantasma.De ir y venir todos los días por una autopista fantasma».
Para entonces las muertes se contaban ya a puñados. Y la cifra subía y subía jornada tras jornada. «No podemos olvidar que detrás de cada caso hay una familia y una historia. Nosotros solo en nuestra unidad tuvimos más de mil pacientes y cerca de 200 fallecidos», detalla Zubia. Aunque lo realmente duro, agrega Agirre, fue que «hubo gente que falleció sola en el hospital. Incluso una vez fallecidos era una situación incómoda porque eran pacientes cuyos familiares posiblemente estaban infectados también. Y había mucho miedo, casi pánico diría, a dejar entrar o tratar con esos familiares».
Al jefe de servicio de la UCI del centro donostiarra siempre le quedará marcado la historia de una mujer de 45 años, que no tenía ningún antecedente especial e ingresó en la unidad durante la primera ola de la pandemia. «La chica iba mal y hubo que sedarla e intubarla. Se lo comunicamos y nos pidió hacer una videollamada. Me acuerdo que cogió el móvil y delante de nosotros llamó a su marido, le comentó que la íbamos a intubar y le dijo: 'Si no salgo que sepas que eres lo mejor que he tenido en mi vida'», recuerda emocionado.
Por aquel entonces la enfermera Edurne Ollaquindia acababa de regresar de una de sus últimas misiones como cooperante y fue repescada en la Unidad de Enfermedades Infecciosas para el equipo de PCRs. «Hacíamos jornadas maratonianas. Empezábamos a las 8 de la mañana y no terminábamos hasta las 22.00. Íbamos en coche a cada domicilio pero llegó un momento en el que el número crecía y crecía y vimos que estaba por encima de nuestras posibilidades», explica. Después adecuaron una zona en el hospital para que los enfermos se acercasen con sus propios vehículos. «Le llamábamos el 'McAuto', porque la persona venía en el coche, bajaba la ventanilla y le recogíamos la muestra».
Eider Ollaquindia
Enfermera
Aunque su equipo estaba preparado para hacer frente a otras enfermedades infecciosas como las fiebres hemorrágicas o el ébola, cada cía era «una locura» porque los protocolos «cambiaban casi a diario». A lo que había que sumar la «intriga y preocupación» de un virus nuevo «principalmente por no contagiarnos y transmitirlo a nuestra familia» o seres queridos. «Hubo una época que nos desplazábamos a hacer barridos a donde hiciese falta, iglesias, frontones, empresas... hasta un barco en Pasaia. Pero donde más sufrimos fue en las residencias. Las enfermeras y auxiliares nos contaban con lágrimas en los ojos cuántos s habían fallecido desde que habíamos acudido el día anterior».
Desde aquellos meses, los más duros de la crisis sanitaria, «todos los profesionales hemos aprendido mucho a todos los niveles, ya que fuimos capaces de adaptarnos a los cambios que surgían constantemente», con sus «aciertos y errores», aunque todo ese bagaje también ha pasado factura en todos los sentidos a los sanitarios. Las más claras las emocionales. «Yo no he vuelto a ser la misma persona de antes de la pandemia», ite Zubia. Pero a nivel profesional, añade Agirre, «hubo sinergias en el hospital y hubo compañerismo entre servicios que previamente quizá tampoco nos conocíamos demasiado entre nosotros. Yo creo que trabajamos bastante bien en el equipo en ese sentido».
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