

Secciones
Servicios
Destacamos
Antiguamente las personas de categoría, reyes, nobles y altos cargos de la Iglesia, viajaban en sillas movidas a mano por lacayos. Por contra, la gente corriente se desplazaba a pie y los más pudientes a caballo. Todo esto cambió en los últimos años del siglo XVII. Fue gracias a la construcción de los caminos carreteriles que el transporte sobre ruedas sustituyera al de caballerías. Pero hubo que esperar hasta el siglo XVIII cuando surgió la 'silla de posta', un carruaje de cuatro ruedas que transportaba tanto pasajeros como correo, que era más cómoda y ligera. Siguió funcionando durante los siglos XVII y XVIII. Su declive se inició a mediados del XIX, cuando nacieron las diligencias, lo que supuso otro gran progreso. Se hicieron dueñas de todos los itinerarios y carreteras principales del Estado durante más de un siglo, entre ellas la que daría lugar a la N-I entre Madrid e Irun. Hasta entonces se viajaba en coches de colleras, en galeras, sillas de posta, artolas, carromatos y acémilas.
Las primeras redes viarias de la península, y las únicas durante muchos años, fueron el Camino de la Ribera, de Pamplona a Tudela y Zaragoza (1750), el Camino Real de Castilla que enlazaba Madrid con Irun, para llegar a Baiona (1780), y el ramal de Navarra, de Tolosa a Pamplona (1793). Fueron impulsadas por los monarcas borbones. Uno de ellos, el rey Felipe V, vivió en sus propias carnes el calvario de soportar diecisiete días de viaje entre Irun y Madrid. En la actualidad, para cubrir los menos de 500 kilómetros de distancia entre la muga y la capital se necesitan menos de cinco horas en coche, seis en tren, alrededor de treinta en bicicleta y algo más de cien a pie.
Desde 1821 existía un servicio de diligencia entre Madrid y Baiona. En 1853 la Compañía de Diligencias Generales tenía servicio a diario en coches de quince asientos que salían de Madrid. A lo largo del siglo XIX proliferaron por toda España las empresas, que se publicitaban en prensa.
No hay duda de que los viajeros que se subían a la diligencia Madrid-Irun, y viceversa, eran valientes y sufridos. Tenían que terminar con los huesos molidos después de horas y horas de travesía en un medio de transporte incómodo que no dejaba de dar espectaculares tumbos por culpa de una maltrecha y peligrosa carretera. Ateridos de frío en invierno y asfixiados por el calor en verano. Y siempre con la amenaza de un asalto por parte de violentos delincuentes y bandoleros ocultos en frondosos bosques ansiosos por lograr un suculento botín con el que salir de la pobreza y la marginalidad.
Las largas y agotadoras jornadas daban tiempo para que todos los viajeros terminaran sabiendo de la vida y milagros de los demás. Incluso llegaban a intimar hasta tal punto que a muchos pasajeros les apenara el fin del viaje. Se consideraba como un signo de educación y cortesía, nada más ponerse en marcha la diligencia, presentarse a los acompañantes y relatarles aspectos de su vida cotidiana. Como dijo Mark Twain: «He llegado a la conclusión que la forma más segura para descubrir si ciertas personas te agradan o las odias es viajar con ellas».
A pesar de todo esto, la aparición de las diligencias posibilitó que los viajes se generalizaran en toda la península. Lo malo era que se trataba de un medio de transporte al alcance de muy pocos. Un ejemplo es que el sueldo anual de un jornalero sólo daba para un recorrido de diez kilómetros. Por ello, la mayoría de las personas, sobre todo las gentes humildes, se desplazaban de una localidad a otra, o entre provincias, en galeras, que eran unos carromatos muy lentos e incómodos.
Por su parte, la diligencia, cuya imagen popularizó a partir de 1939 el cineasta estadounidense John Ford con sus westerns del Lejano Oeste, era en la España del siglo XIX un carruaje 'moderno' que hacía un servicio regular entre dos poblaciones extremas de su ruta con itinerario fijo. Tenían un peso de 1.200 a 1.600 kilogramos en vacío y la capacidad oscilaba de 12 a 24 personas Utilizaban tiros de 6 a 8 caballos o mulas que podían aumentarse a 10 o 12 en tramos con puertos o grandes subidas. A veces el refuerzo, en bajadas, se hacía con bueyes que tenían mayor capacidad para retener el carruaje.
Partes de una diligencia
Berlina En la parte anterior, con asiento transversal para tres plazas, ventanillas de cristales al frente y dos puertas laterales de vidrio. Va detrás del pescante y por debajo de él pues este se encuentra elevado sobre el techo de la caja.
Interior Colocado detrás de la berlina y en el centro del carruaje como su nombre indica. Tiene dos asientos transversales y es por lo tanto doble que la berlina. Tiene puertas laterales con cristales entre los asientos.
Rotonda Ocupa la parte posterior del carruaje con dos asientos laterales para tres o cuatro plazas cada uno. Tiene puerta trasera central entre los asientos y estribos en todas las puertas.
Cubierta Era muy resistente, con una barandilla para contener los equipajes y fardos y en la que se fijaba la baca.
Cupé Detrás del pescante, sobre el techo del carruaje y delante de la barandilla había otro departamento. Formado por un asiento transversal para tres plazas abierto por delante con cubierta de cuero para los pies y las piernas que se unió a una capota
Durante décadas en el siglo XIX de Madrid a Irun se cambiaba de tiro de caballos veinticinco veces y se tardaba en recorrer cada etapa entre hora y media y dos horas. Las diligencias viajaban en convoy debido a que los peligros no faltaban en los caminos, y en caso de ser asaltadas o de avería siempre resultaba mejor ir juntas. El viajero con prisas disponía como alternativa la Compañía de Maestros de Postas de la Mala. Era encargada del correo, en carruajes de cinco a siete asientos que salían de Madrid los martes, jueves y sábados a la una de la madrugada y llegaban al tercer día a Baiona, a las siete de la tarde. Se cenaba en Bahabón y en Vitoria.
El viajero francés que entraba a España por Irun en el siglo XIX se sorprendía cuando, en ocasiones, su carruaje intercambiaba sus cinco caballos por siete mulas, su conductor por un mayoral, su postillón habitual por un zagal, y como añadido se incorporaba delante un pequeño mensajero, de sobrenombre 'el condenado a muerte', ya que habitualmente iba de Irun a Madrid sin parar, embridado, desenganchada su cabalgadura a la que montaba a horcajadas y a la que dirigía al trote, a menudo a galope, en cabeza del enganche. En otros tiempos el servicio se hubiese considerado incompleto sin el escopetero, que defendía al pasaje de los bandoleros. Armado con una carabina, se colocaba en el pescante trasero de la diligencia. Al sorprendido viajero galo se le intentaba tranquilizar asegurando que gracias a la Guardia Civil, de reciente creación, la ausencia de malhechores hacía del escolta armado «un objeto de lujo y fantasía». Hay que decir que a las labores de vigilancia en las carreteras se unirían más adelante los Miqueletes de la Diputación de Gipuzkoa armados con trabucos.
Un médico francés relató así su experiencia: «¡Arre! gritaba el mayoral; ¡arre!, repetía el zagal, acompañando los golpes de látigo o de vara con un puñado de extrañas palabras dirigidas a las mulas, las cuales tenían un apodo que las distingue: Capitana, Bella, Generala, Negra; las mulas poseían cualidades y defectos que resaltaban continuamente, y que acompañaban con el ¡dia, dia!, ¡hu, hu! y de juramentos de los que caramba es la expresión más suave. El delantero, el mayoral, el zagal, vociferan a un tiempo; formando un trío de bajos y contraltos que vienen a unirse a la cadencia de los cascabeles que penden del cuello de las mulas y al chirriante sonido de un eje mal engrasado».
El precio del billete era independiente del trayecto que interesara recorrer al viajero. La cuantía variaba según el asiento que se ocupara. Costaba 45 duros en berlina, 36 en interior, dos onzas en la rotonda y 500 reales el cupe. A esto había que añadirle la propina a los zagales, postillón y mayoral. El billete daba derecho a cada pasajero a llevar un equipaje de dos arrobas de peso más una sombrerera. Más de uno hacia testamento antes de emprender el viaje.
Noticia relacionada
Tras la apertura de la carretera Andoain-San Sebastián en 1847 las diligencias pudieron llegar directamente a la capital guipuzcoana. Entraban por la Puerta de Tierra y según atravesaban la plaza Vieja, calle de San Jerónimo y Trinidad entrando en la calle Narrika. Una vez cambiado el tiro la siguiente meta era Irun y la última Baiona. Hasta entonces la parada obligada era Astigarraga, ya que los coches tras cambiar el tiro en el parador seguían hacia Francia. El viajero solía llegar a Donostia desde Astigarraga por el Urumea en canoa, en artola o a pie.
Un ejemplo del viaje de Madrid a Baiona
Salida desde Madrid Entre las cuatro y las cinco de la madrugada de las calles Alcalá, Victoria y Correos, según la empresa-
Primera parada A las diez de la mañana en Cabanillas de la Sierra para almorzar
Cena Alrededor de las ocho de la tarde en Aranda de Duero
Trayecto nocturno Tras cenar algo, llegada a Burgos a las ocho de la mañana. Se tomaba un chocolate con leche y azucarillo Los viajeros tenían una hora libre para visitar la famosa catedral
Comida Sobre las dos de la tarde la meta era Miranda de Ebro.
Cena y travesía En Vitoria se cenaba y luego se atravesaba el puerto de Deskarga
Desayuno Alrededor de las nueve de la mañana en Tolosa.
Llegada a San Sebastián Se ponía así fin a un trayecto 83 leguas, unos 462 kilómetros, de viaje.
Última parada en Baiona A la capital labortana se llegaba a las dos de la tarde del quinto día
Con los años se estableció el viaje Madrid-San Sebastián sin pernoctas en sesenta horas incluyendo solo siete horas de paradas. Además, en los inicios la velocidad media de viaje era de 5 km/h y, posteriormente, sin pernoctas, aumentó a 8 km/h.
Por otra parte, los viajeros que quisieran trasladarse de San Sebastián a Bilbao disponían de una diligencia, llamada 'La Vascongada, que tirada por siete caballos salía a las siete de la mañana de la Plaza Vieja. Se llegaba a la capital vizcaína unas doce horas después. Al llegar a Zarautz, sobre las diez de la mañana, se cambiaba el tiro y los viajeros podían tomar una taza de caldo en la fonda de Vicente Otamendi, en cuyos bajos estaban las cuadras. Seguía por el alto de Meagas para luego por Azpeitia ir a Durango, donde se volvía a cambiar de tiro.
Había otras diligencias que enlazaban San Sebastián con algunos pueblos de Gipuzkoa. La de Tolosa salía a las tres de la tarde de Casa Benegas, en la calle Elcano número 6, mientras que la de Irun partía de la calle Bengoechea 5, de Casa Manish, propiedad de la conocida familia Pagés.
La llegada de una diligencia a un municipio o a un parador, que en realidad era una posada, se convertía en todo un espectáculo que rompía la rutina local. Llamaba la atención de grandes y pequeños la pericia de los encargados de cambiar los animales de tiro, había curiosos interesados en conocer la identidad de los pudientes viajeros y no faltaba quien pedía una limosna. También era una buena oportunidad para enterarse de lo que ocurría fuera de las fronteras locales, comarcales y provinciales.
Los paradores ubicados en las carreras principales estaban bastante cuidadas. Disponían de buenas camas, ropa limpia y algunas hasta cubiertos de plata, como exigían las compañías a los posaderos en el Manual de diligencias de 1842. Los costes de los servicios eran: desayuno, 2 reales; almuerzo-comida, 8 reales; comida, 12 reales; cena, 10 reales, y cama, 4 reales. De las demás instalaciones hoteleras, fondas, hoteles, posadas, mesones y ventas, las primeras solo se encontraban en las grandes ciudades y puertos principales. Por su parte, hasta mediados del siglo XIX las últimas eran públicas, construidas en terrenos municipales. Algunas funcionaron como casas concejiles y otras se convirtieron también en cárceles.
Las condiciones a las que debían sujetarse los pasajeros que viajaban en las diligencias estaban recogidas en varios reales decretos. Por el exceso de equipaje se pagaban tres reales por libra. Los niños de pecho que fueran en brazos de otra persona no pagaban nada; a cualquiera que tomara la berlina se le permitía llevar gratis un niño que no pasara de seis años y dos de igual edad si se tomaba todo el interior o rotonda. Estaba prohibido llevar animales dentro del carruaje. Únicamente se permitía colocar pájaros enjaulados sobre la baca, en el caso de que hubiera sitio. La cuestión de la ubicación dentro de la diligencia era importante en aquellos largos e incómodos trayectos en un vehículo que traqueteaba lo suyo. Los precios variaban según la zona pagada, en torno a cinco reales por legua. Merecía la pena abonar el sobrecoste de viajar en el interior, ya que las carreteras del siglo XIX, que tenían la rodadura de macadán recebado con arena y carecían de riego asfáltico, desprendían mucho polvo con el paso de las caballerías de la diligencia.
Las normas subrayaban que «cada viajero, al salir de los puntos extremos, ocupará el asiento que le corresponda según el número de orden que tenga su billete y podrá mejorar su colocación en las vacantes que ocurran en la misma localidad, pagando el exceso de precio cuando mejore fuera de ésta. Ningún viajero podrá exigir la menor alteración en el curso de descanso establecido por la compañía o que el conductor disponga en casos eventuales. La compañía no abona indemnización alguna por detenciones o retos imprevistos, ni por los perjuicios que los señores viajeros puedan sufrir con las roturas o vuelcos del carruaje».
También se señalaban las indemnizaciones: «Si durante el viaje desapareciese algún equipaje, no siendo por robo a mano armada o incendio involuntario, la compañía abonará, por un baúl lleno quinientos reales, por una maleta llena doscientos reales, por un saco de noche lleno ochenta reales, por una sombrerera cuarenta reales».
Para viajar hacía falta la cédula de vecindad y para ir al extranjero un pasaporte visado por los embajadores o cónsules de las naciones a donde fuera el viajero, sin cuyo requisito no se permitía el paso de la frontera por Irun, municipio que se convirtió en una de las principales etapas de la línea de diligencias Madrid-Baiona, como prueban los numerosos relatos de escritores románticos de la época.
El ocaso de las diligencias en España se produjo, al igual que en el resto del mundo, con la llegada del ferrocarril. En la península comienza en 1860 y en las provincias donde se van poniendo en funcionamiento las líneas de tren van cesando los servicios de diligencia. Además, a principios del pasado siglo la aparición de los vehículos de motor llevó al fin de este medio de transporte de pasajeros por carretera.
Publicidad
Miguel González | San Sebastián y Oihana Huércanos Pizarro
Beatriz Campuzano | San Sebastián
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.