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A las 7 de la mañana del 27 de febrero de 1815 se culminaba en una pequeña isla del Mediterráneo, Elba, una fuga que iba a conmover al mundo durante cien días. Llegaba el momento más temido por las potencias aliadas que justo en esos momentos se reunían en Viena para discutir el futuro de Europa (o lo que era lo mismo, del mundo) tras la que se creía había sido la derrota definitiva del fugado de esa isla: Napoleón Bonaparte.
A esa hora de la madrugada del día 27 el viento que ha detenido a L´Inconstant, el barco de Napoleón, vuelve a soplar y le permite llegar el 1 de marzo hasta la costa del sur de Francia, cerca de Cannes. A partir de ahí la mayor parte de Francia recibe con los brazos abiertos a Bonaparte que, en apenas veinte días desde el desembarco, logra entronizarse en las Tullerías abandonadas por Luis XVIII ante la inevitabilidad de ese regreso triunfal desde Elba. Cunde así la alarma en toda Europa, jinetes de posta salen en todas direcciones para avisar de que Bonaparte, el Ogro corso, ha escapado de su exilio dorado y se dispone -según todos los indicios- a repetir sus hazañas bélicas por doquier.
Algunos de esos jinetes de posta, por supuesto, llegarán hasta las orillas del Bidasoa, cruzarán los Pirineos y avisarán a uno de los territorios más expuestos a nuevos ataques de Napoleón como lo es el guipuzcoano. Al que sólo una estrecha franja de agua, el Bidasoa, separa de un país en pie de guerra otra vez y donde la mayor parte del Ejército ha pisoteado la escarapela blanca de los Borbones y ha vuelto a enarbolar la tricolor que representa al Imperio napoleónico. Como puede verse con sólo mirar hacia el Norte de ese río Bidasoa.
Si algo queda claro en los documentos guipuzcoanos del año 1815 es la lentitud con la que esas noticias sobre la fuga de Napoleón se van a difundir en esta provincia. Así el Ayuntamiento irundarra, el más expuesto a un primer ataque, no parece darse por enterado de la amenaza que representa la fuga de Napoleón hasta abril de 1815. Y sólo lo hace no por lo que pueda saberse directamente desde el otro lado del Bidasoa, sino porque los canales oficiales le informan desde el Sur de la provincia.
Así llega a ese Ayuntamiento una carta desde Tolosa remitida a la Diputación foral por Juan Carlos de Areyzaga, un general, nativo de esa villa, y al cargo del Cuarto Ejército que sigue de retén en la provincia tras la abdicación de Napoleón en 1814. En esa carta el general advierte que preferiblemente no se debe dejar cruzar la frontera a nadie que venga desde Francia. En el mejor de los casos sólo se debía permitir el paso a quienes se pueda vigilar estrechamente una vez que hayan cruzado la raya.
Si bien los deseos de Areizaga eran que preferentemente no se permitiera el paso a nadie, el Ayuntamiento irundarra da cuenta en sus actas de que ya tiene para entonces en su jurisdicción a refugiados que no parecen muy deseosos de unirse a la causa napoleónica revivida. Y se trata de refugiados muy notables en ese aspecto. Nada menos que un sargento de la Gendarmería -por tanto un cuerpo de élite- que se ha puesto al servicio del mariscal español José de Ezpeleta así bien ha cruzado la frontera, negándose a seguir a Napoleón en su nueva aventura.
Aparte de eso Juan Antonio Comat, al cargo de la intendencia del Cuarto Ejército español desplegado en la frontera guipuzcoana, ya había avisado a los ediles irundarras de que ese sargento desertor del servicio napoleónico recibe ración diaria de cebada y paja para su montura.
No será el único. La documentación señala que en la misma ciudad fronteriza se encontraban en esas fechas un comisario de Guerra francés y un capitán de la Gendarmería que parecían haber seguido el mismo camino de huida que el sargento y para los que Comat pedía iguales condiciones de raciones diarias. Una ayuda a estos refugiados de la Francia de los últimos cien días del emperador Bonaparte que, por otra parte, el Ayuntamiento irundarra no parecía muy dispuesto a conceder. Acaso por el funesto recuerdo dejado por el cuerpo de la Gendarmería durante la ocupación de 1808 a 1813, cuando cumplían las órdenes del fugado de Elba sin titubear y muchas veces con verdadera saña. Aparte de la presencia de estos notables refugiados las autoridades de la frontera guipuzcoana no parecen recibir mayores noticias hasta el 6 de mayo de 1815.
Es en esa fecha cuando llegan, al fin, comunicaciones oficiales desde Madrid, por medio de un escrito salido del Palacio de Oriente firmado el 21 de abril, donde se hablaba del «inopinado» regreso de Napoleón tras haber huido de Elba y se advertía que las autoridades guipuzcoanas, tanto civiles como eclesiásticas, quedasen alerta ante la posibilidad de que «emisarios y partidarios de Buonaparte» tratasen de dar alguna sorpresa en esos territorios tan expuestos. Así quedaba confirmada para los guipuzcoanos de hace 210 años la alarma que producía la fuga de Elba culminada en la noche del 26 al 27 de febrero de 1815.
La corte de Madrid, como de deduce de ese aviso, no parecía temer tanto un ataque frontal como una labor de propaganda política que preparase el terreno para una aceptación -casi voluntaria- de la vuelta de Napoleón y así advertía a esas fuerzas vivas guipuzcoanas que no perdieran ocasión de contrarrestar todo intento de esos agentes para infiltrar propaganda favorable a Bonaparte. Debiendo, por el contrario, poner de manifiesto ante el pueblo «la astuta, torcida y sanguinaria politica de Napoleon».
Con eso se abría, ahora hace 210 años, un período de calma tensa en la frontera guipuzcoana hasta bien pasada la mitad de julio, mientras se acumulaban tropas en la provincia y se aguardaban noticias ciertas de la derrota definitiva de aquel hombre que había trastornado a Europa durante diez años, desde que se había hecho coronar emperador de los ses en Notre Dame de París en diciembre del año 1804.
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Miguel González | San Sebastián y Oihana Huércanos Pizarro
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