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Retrato de Oliver Cromwell hacia 1649. Por Robert Walker. National Portrait Gallery
Las Navidades guipuzcoanas del año 1654

Las Navidades guipuzcoanas del año 1654

Malas noticias de Inglaterra: el Viejo Navidad ha sido expulsado de la ciudad...

Martes, 24 de diciembre 2024, 00:17

Los historiadores hemos culpado a menudo a Oliver Cromwell de haber suprimido la Navidad en la convulsa Inglaterra de la revolución y guerras civiles que se inician en el año 1642 y no terminan hasta casi diez años después.

Ciertamente él no fue la primera mano que impuso tan curiosa decisión. Como se suele decir era algo que flotaba en el ambiente. Las guerras y revoluciones que toman drásticas medidas como esa, en contra de lo que vulgarmente se suele creer, nunca las inicia un sólo hombre o una sola mujer. No al menos con éxito. Y en el caso inglés ocurrió otro tanto. Pues fue el Parlamento alzado contra el rey -en el que la mayoría rigorista y puritana pesaba mucho- quien tomó la primera decisión sobre esa cuestión en 1644. Oliver Cromwell, una vez que recogió el poder caído en el barro de numerosos campos de batalla, sin embargo no se arrepintió de haber apoyado esa decisión desde el principio pese a su larga carrera como comedor epicúreo y fumador.

Así su Nuevo Ejército Modelo, trufado de fanáticos puritanos, se convirtió durante su gobierno de apenas cuatro años -entre diciembre de 1653 y su muerte en 1658- en una especie de Policía religiosa que velaba porque nadie osase celebrar las Navidades.

De ese cataclismo político y religioso (asuntos inseparables uno del otro en la época) estaban bien enterados los guipuzcoanos. Al menos sus élites gobernantes, pues en el año 1649 pasaron por la provincia -y fueron agasajados en la medida de lo posible- Lord Cottington y Edward Hyde. Los enviados del derrotado y, ya para entonces, ejecutado rey de Inglaterra, que venían buscando ayuda y apoyo en la corte de Felipe IV. Al fin y al cabo familia de ese desgraciado monarca. Estos enviados fueron parcos y amables en sus palabras a la Diputación guipuzcoana mientras pasaron por su territorio, pero su sola presencia ya reveló a aquellos guipuzcoanos de mediados del siglo XVII la grave ruptura política que había tenido lugar en Inglaterra, donde se acababa de ejecutar a un rey en plaza pública, casi como un criminal común, sin más concesiones que la de la decapitación en lugar de la soga de la horca.

Un caballero de Santiago vizcaíno, Antonio Hurtado de Salcedo, retratado por Murillo (1660).

Ese bando derrotado en la primera guerra civil inglesa, al que pertenecían Lord Cottington y Edward Hyde -visitantes de circunstancias del solar guipuzcoano- pronto volvió todas sus armas ideológicas, a falta de otras, contra el Parlamento y su tiranía puritana, que para entonces parecía incluso peor que cualquier clase de Absolutismo regio a la vista de la supresión de las Navidades. Surgieron así canciones cargadas de venenosa mala intención como «The world turned upside down» («El mundo vuelto del revés»). Esta balada, usando la base musical que más tarde se populariza en el villancico «Doce días de Navidad», decía que la Navidad y la Caridad habían sido asesinadas en el campo de batalla de Naseby o que desde los tiempos de Herodes no se sabía de cosa igual como que las Navidades fuesen proscritas. Con amarga ironía la canción decía también que en ese mundo vuelto del revés por los puritanos parlamentarios, manjares navideños como el rosbif y el shred pie (una especie de pastel de carne) habían muerto también del mismo modo. Decía asimismo esa canción que no se había dado cuartel ni al cerdo, ni a los gansos, ni a los capones. Todo ellos carne esencial para los asados navideños...

El 24 de diciembre de 1654 de unos molineros guipuzcoanos

Mientras en la Inglaterra de mediados del siglo XVII se perseguía con tanta saña a esos símbolos navideños, lejos de la atribulada isla las cosas seguían el curso que habían seguido desde hacía más de mil años. Y para ello se daba al asado de capón el cuartel que, según la sarcástica «The world turned upside down», no se le había dado en Inglaterra desde que el Parlamento y el Ejército de los santos guiado por -entre otros- Oliver Cromwell, había arrollado la resistencia de los ejército del rey Carlos I en batallas como la de Naseby el 14 de junio de 1645.

Esas señales inequívocas de que las Navidades, proscritas en Inglaterra, se seguían celebrando por todo lo alto al otro lado del Canal, aparecen en lugares en principio tan inesperados como un contrato de arriendo firmado en tierra guipuzcoana en el año 1654. El segundo después de que Oliver Cromwell se hiciera con el poder absoluto en Inglaterra.

Un soldado parlamentario trata de expulsar al Viejo Navidad de la ciudad. Frontispicio de la obra de John Taylor 'The Vindication of Christmas' (1652).

Ese curioso documento -conservado en el Archivo de Protocolos de Oñati bajo la signatura 1/4033, D- estaba fechado el 12 de marzo de ese año en «la dicha Villa de Villa Real». En él García de Verastegui, un caballero de la exclusiva orden de Santiago, cedía, junto con su mujer Magdalena de Zabaleta, el molino de Echeberria Lizarazu, «en la Universidad de Cumarraga», a los molineros que vivían ya en él: Juan de Goitia y su mujer Magdalena de Olalquiaga.

El arriendo era por cuatro años y el caballero y su mujer entregaban el molino «corriente y moliente» con tres piedras de moler -dos para trigo y la tercera para «borona»- y, entre otras cosas, una cadena de hierro para levantar esas piedras, una artesa para amasar pan y una huerta y un manzanal a cambio de que cuidasen de una y de otro y los pusieran en estado de producción… Además debían abonar una renta de veintitrés fanegas de trigo al año que Juan de Goitia y su mujer irían pagando de semana en semana, más la garantía de un burro que transportase los sacos y que al final de los cuatro años de arriendo debían entregar o bien reemplazar por uno igual.

Detalle del molino de agua en el óleo de Claude de Lorena. 'Paisaje con la boda de Isaac y Rebeca' (1648). National Gallery

Otro de los pagos que el caballero y su mujer pedían es el que nos muestra que las Navidades proscritas por los puritanos ingleses habían hallado refugio, en efecto, en tierra guipuzcoana y otras partes de la católica Europa. A saber: que sus inquilinos les diesen «dos capones por las nauidades» de cada uno de los cuatro años del arriendo.

Así, en apenas una línea de aquel contrato de arriendo, dejaban claro aquellos guipuzcoanos del año 1654, dama y caballero, molinero y molinera, que la tradición del asado navideño podía haber sido obtusamente prohibida por unos secos puritanos en una Inglaterra devastada por hasta tres guerras civiles en menos de diez años, pero que tal barbaridad no se contemplaba en modo alguno en aquel solar guipuzcoano que, en 1649, había recibido amablemente a los que llegaban refugiados desde aquella isla en la que ocurrían cosas tan insólitas como prohibir la Navidad. Sin dar siquiera cuartel a los pasteles de carne, rosbifs, gansos o capones tan imprescindibles en las mesas de finales de diciembre de cada año.

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