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Mariano Cebrián tiene 70 años, pero recuerda como si fuera ayer cuando su padre le contaba que el tío Antonio había muerto en la guerra. ... Lo recuerda porque «cuando aprendí a leer repasaba las 25 placas de hierro de la fachada lateral de la iglesia parroquial de Caspe, en Zaragoza, donde figuraban los nombres de los 'Mártires por la Patria' y no acertaba a ver el suyo». Con el tiempo, Mariano descubrió que Antonio había huido de su pueblo para no caer prisionero de los nacionales y que acabó en el campo de refugiados de Argelés-sur-Mer, muy cerca de donde reposan los restos de Antonio Machado, una playa custodiada por tropas senegalesas donde los maltrechos fugitivos no tardaron en tomar conciencia de su condición de parias. «Desde allí nos envió su última carta, rogando a mi padre y a mí tía que leyeran y estudiaran».
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Pero el destino le reservaba un infierno mucho peor. Antonio fue uno de los 4.755 españoles que hallaron la muerte en Mauthausen, un campo austriaco a orillas del Danubio que se acabaría convirtiendo en sinónimo de horror para los republicanos que escaparon de la guerra de España para caer en otra, todavía más brutal. La cantera de granito del campo y la escalera de 186 peldaños que la bordeaba y desde donde los nazis arrojaban al vacío a los que se sentían sin fuerzas para seguir adelante, ilustran algunas de las páginas más negras de nuestra historia reciente. Mañana se cumplen 80 años de su liberación a manos de los estadounidenses. A falta de supervivientes, su recuerdo lo atesoran sus familias.
Según el Informe Valière, encargado por el Asamblea Nacional de Francia, a fecha del 9 de marzo de 1939 los refugiados españoles repartidos por los campos que habilitaron los ses para contener la avalancha que escapaba de España ascendían a 440.000, la mitad de ellos mujeres, niños, ancianos y heridos. Antonio Cebrián escogió como tantos otros la única salida que le ofrecían. «Se enroló en una brigada de trabajadores extranjeros a las órdenes de oficiales ses, destinada a construir la 'línea Maginot'», una barrera defensiva que acabaría demostrándose inútil para contener la ofensiva relámpago de los nazis, explica Mariano. Capturado en la primavera de 1940 por las tropas de Hitler, «fue enviado al stalag IB en Hohensetin y de allí a Mauthausen, donde entró con el Nº 3.625, y después a Gusen, con el 10.341» -a los prisioneros les cambiaban de matrícula con cada traslado-. «No fue hasta mucho después que supimos cómo había muerto, a través de un compañero que viajaba en un convoy detrás del suyo y que milagrosamente salvó la vida. Fue en Hartheim, donde gasearon a tantos otros, aunque en su caso fue con una inyección de bencina en el corazón».
9.161 republicanos españoles
fueron deportados a los campos nazis. Al término de la guerra habían muerto 5.271, la mayoría -4.755- en la constelación Mauthausen.
- Mariano, ¿cómo recuerda aquella época?
- Le diré una cosa: mi padre nos sacó adelante con 'las perras de Alemania' (en referencia a las indemnizaciones de guerra). Él había sido siempre un hombre religioso, pero después de perder a su hijo, la casa, las dificultades tras abrirle un expediente por responsabilidades políticas... No volvió a pisar una iglesia ni a ser el mismo. Y aunque en aquella época reinaba la ley del silencio, no éramos los únicos. Caspe tenía entonces 10.000 habitantes y catorce pasaron por los campos de concentración. Sólo dos sobrevivieron.
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«Mauthausen no era un único campo, sino una constelación de ellos. Estaba calificado de categoría III, lo que significaba que su finalidad era la explotación de los deportados hasta la muerte», explica Juan Manuel Calvo, presidente de Amical Mauthausen, la asociación que lleva décadas como custodio de la memoria de las víctimas. Calcula que allí fueron enviados unos 7.000 españoles, «de los cuales murieron 4.755 (casi un 70%) a causa de torturas, castigos, malnutrición, enfermedades, cuando no pura y llanamente de asesinatos indiscriminados». Ese fue el caso de los 450 prisioneros que gasearon en el castillo de Harthein, «donde el régimen nazi había puesto en práctica antes el programa 'Aktion T4' de eutanasia de disminuidos físicos y enfermos mentales, una estrategia para sanear la raza aria».
Al no ser considerados militares, eran tratados como refugiados, pero al negarles el régimen de Franco su condición de españoles, sus carceleros les asignaron el triángulo azul con el que identificaban a los apátridas. «Sus condiciones eran terribles -explica Calvo-. Vestían un pijama, no importaba la época del año ni que en invierno se alcanzaran temperaturas de hasta -25º. Sin servicios sanitarios, ni ropa de abrigo, ni una alimentación acorde al esfuerzo que realizaban... Y el miedo permanente a que les llevaran a la enfermería, paradójicamente una sentencia de muerte, expuestos siempre a que les utilizaran como conejillos de Indias».
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Pero Antonio no estaba solo. En la bolsa de los Vosgos, los alemanes hicieron prisionero también a otro Antonio, este Díaz Rodríguez, de Alcanadre, en La Ribera riojana, «que acabaría siendo conducido al stalag XI-B Fallingbostel (Alta Sajonia) y de allí trasladado a Mauthausen, en septiembre de 1940, donde le asignaron el que sería su nuevo nombre: 'Nº 4.403'». Lo relata desde San Sebastián su nieto Juan Francisco Murillo. «Cuando meses más tarde, el 21 de enero de 1941, llegó al campo un convoy en el que viajaban 1.500 republicanos españoles. Para hacer sitio, seleccionaron a los más débiles y los llevaron al vecino campo de Gusen, donde moriría por 'insuficiencia cardiaca' a las 7.10 de la mañana del 7 de octubre». ¿Cómo lo sabe? «Los alemanes decidieron en 1955 indemnizar a las víctimas que tenían hijos a su cargo, y como mi abuelo tenía tres cuando entró en el campo, se puso en o con nosotros la Embajada y compartió con nosotros lo poco que había en sus archivos. Ni amigos, ni anécdotas. Nada». Como un gran agujero negro.
3.897 fallecidos
en Gusen, un subcampo donde iban a parar los más debilitados, 438 en Hartheim, 325 en el campo central, 52 en Steyr... Entre septiembre de 1941 y el febrero siguiente murieron 3.126 españoles.
Quien sí consiguió sobrevivir a los campos fue Manolo San Martín (Lerida, 1920). Y eso que su peripecia vital contradice toda lógica: prisionero primero en el campo de Septfond y en Baccarat (ambos en Francia), luego en el stalag XVIIA, en Kaisersteinbruch (Austria), fue finalmente trasladado a Mauthausen. Ocho décadas más tarde, así lo recuerda su sobrino Josep. «Llegó al campo el 4 de abril de 1941, después de tres días de viaje. El comité de bienvenida lo formaban soldados de las SS que les recibían a garrotazos y con perros adiestrados para matar. Allí le asignaron el número 4949. Trabajó en la cantera de Wiener Graben y en el kommando Steyr construyendo una fábrica de armamento. Eran jornadas extenuantes, desde las 4 de la mañana a las 10 de la noche. Así día tras día, en invierno a temperaturas de -25º». Pero sobrevivió, «en parte porque los españoles estaban muy organizados y se ayudaban entre ellos; también porque la llegada de los primeros prisioneros rusos contribuyó a disminuir la presión sobre ellos». Ya se sabe que la experiencia es un grado, y Manolo se manejaba bien en la carpintería, en la sastrería... Mejor que en la cantera, donde en una ocasión le golpeó una vagoneta reventándole la nariz. Tuvo que trabajar todo el día y ya de noche, en el barracón, un médico checo, el Dr. Podhala, sin anestesia y hurgándole con unas pinzas, logró sacarle las astillas».
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Manolo, que viviría hasta 2006, no olvidaría tampoco a aquel muchacho de 15 años, judío holandés, al que los soldados dispararon en la pierna y aún así obligaron a seguir cargando con bloques de granito de 30 kilos por la escalera, mientras amenazaban con arrojarle por el 'Muro de los Paracaidistas', un abismo lleno de cadáveres. Una y otra vez y otra más... hasta que murió desangrado».
Antes de ingresar en Mauthausen, sc Boix (1920-1951) ya había documentado con su cámara la Guerra Civil española en los frentes de Aragón y el río Segre. Sus habilidades le abrieron las puertas del laboratorio fotográfico del campo, donde las condiciones de vida, aunque difíciles, eran sin duda mejores que el trabajo en la cantera. En diciembre de 1944, en puertas de la liberación, consiguió poner a salvo los negativos que testimoniaban los horrores cometidos por sus carceleros y las visitas de los jerarcas nazis a este infierno en la Tierra. Él y su compañero Antonio García entregaron las imágenes a Anna Pointner, una austriaca que había mostrado humanidad con los presos y que se comprometió, a riesgo de su propia vida, a ocultar el material comprometedor en su huerto. Una vez liberado el campo y recuperadas esas fotos, Boix las aportó como pruebas en los procesos judiciales abiertos contra los genocidas en Nüremberg y Dachau, en los que también participó en calidad de testigo. sc murió poco después, en París, por una enfermedad renal contraída durante su cautiverio.
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A Manolo le salvó dos veces la vida un deportado que era médico, la primera cuando se temían que tenía tuberculosis, lo que descartó haciéndole una placa de rayos X de tapadillo. Cuando el campo finalmente cayó, el tío de Josep ingresó en un hospital y se acabó casando con una sa. Muchos de sus compañeros prefirieron olvidar, pero Manolo decidió dar testimonio. El país que tan mal se había portado con él al inicio de la guerra acabó condecorándole con la Medalla del Reconocimiento de la Nación y la Cruz del Combatiente. «Pero a él no le interesaban las distinciones, decía que si alguien las merecía eran los muertos».
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