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Hay conceptos cuya reiteración en los discursos públicos acaba generando más escepticismo social y apatía que entusiasmo. Puede que ocurra con este neologismo, el de ' ... competitividad sostenible', un aparente oxímoron, pero que es un buen ejemplo de tendencias que no son una mera moda dialéctica, se convierten en un objetivo en el que poder basar nuestra esperanza en un futuro mejor como sociedad y como personas.
Como indicó M. Porter, la competitividad de una sociedad (y de una empresa) deriva de dos intangibles claves: el capital humano y el social. No podemos pretender convertirnos, ni como sociedad ni como modelo empresarial vasco, en los fenicios del siglo XXI, que hoy vienen representados por los países del Sudeste asiático (China, India). Desde nuestra dinámica empresarial y social no tiene sentido pretender funcionar con una estricta dinámica de abaratar costes, porque el sacrifico de derechos sociales en el altar de la competitividad no nos ha hecho mejores ni más sostenibles.
¿Qué modelo debemos reivindicar y profundizar en el siglo XXI? El de la superación de la dimensión empresarial como una mera suma de capital y trabajo, en la concepción de empresa como un conjunto de personas unidas por un proyecto, una nueva cultura basada en la confianza recíproca, clave para poder ser proactivos ante tantos retos que se agolpan en el día a día.
Hay que explorar y avanzar en la senda que permita que la calidad y el desarrollo humano, o una nueva gobernabilidad de los asuntos y bienes comunes, faciliten que la sostenibilidad sea una realidad. Los nuevos tiempos requieren abrir nuevos debates para acertar con las respuestas adecuadas, eficientes e inmediatas ante tanta encrucijada. Sigue habiendo muchas personas en circunstancias en las que el desarrollo humano dista mucho de ser el que correspondería a unas vidas dignas y esperanzadas que toda persona debiera disfrutar cuando estamos ya próximos a concluir el primer cuarto del siglo XXI.
Podemos hablar ya de una nueva lógica industrial impuesta por las catárticas circunstancias sobrevenidas en estos tres últimos años, caracterizada por la suma de obligaciones derivadas a su vez de múltiples requerimientos: la descarbonización, la emergencia de nuevas tecnologías y nuevos modelos de negocio, la relocalización (o, cuando menos, la regionalización de los mercados), la relativización del paradigma de empresa global multilocalizada y la vulnerabilidad de las cadenas de suministro, entre otras.
Se añade un reto sobrevenido de enorme importancia: la dimensión reputacional de la empresa, que ya no es una mera operación de marketing; es preciso ir más allá de la responsabilidad social corporativa y de los instrumentos preventivos del 'compliance', para pasar a definir y delimitar unos parámetros sociales extrapolables al actuar de las empresas y que atiendan a su heterogeneidad y diversidad (tamaño, sectores de actuación, mercados en los que opere).
El propósito último es reconocer a todas aquellas empresas, pequeñas o grandes, que logren sumar y aportar ese valor social creando empleo de calidad, operando con responsabilidad medioambiental y social, generando riqueza en toda la cadena de valor, tributando en las haciendas locales y beneficiando a la sociedad en su conjunto. Nuestras empresas operan en un entorno globalizado agresivo, donde la apuesta por la digitalización y la I+D+i constituyen la base para ser altamente competitivos. El reto de sostenibilidad pasa por trascender de estos parámetros estrictamente financieros para atender a otros que priorizan valores ligados a la riqueza social anclada en la solidaridad y en una visión compartida de nuestro futuro como sociedad.
¿De qué hablamos cuando hablamos hoy de competitividad? Hay que redefinir este concepto, para apostar de verdad por modelos empresariales que desarrollen su actividad promoviendo no solo la rentabilidad económico-financiera en el corto plazo, sino maximizar el valor social aportado a medio y largo plazo. Sin olvidar que la competitividad sostenible, entendida como algo que aporta valor añadido a su entorno social, es también beneficiosa para los clientes e interesante para los inversores. En definitiva, es un elemento activo de atracción de capital para las empresas.
Debemos establecer mecanismos para ofrecer al inversor y al consumidor información de valor que les ayude a conocer cómo se producen los bienes y servicios y qué aportan a su entorno. El objetivo último de este concepto es poner a disposición de la sociedad instrumentos que incrementen la transparencia y posibiliten una toma de decisiones informada, coherente y responsable. Por todo ello, la superación de la mera dimensión de acumulación de capital integra ya un nuevo modelo de empresa y de industria basado en la cercanía, en el arraigo, y en que la confianza recíproca deviene clave para poder estar más cohesionados y ser así más proactivos ante tantos retos urgentes y complejos que se agolpan en nuestro día a día.
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