Cuando cumplí medio siglo, no lo festejé ni por todo lo alto ni por todo lo bajo: simplemente no hice nada. Pasaron los cincuenta años ... como cincuenta sombras, y no de Grey. En cambio, Zara celebra sus bodas de oro a todo trapo: ha reunido a medio centenar de modelazas para que sean retratadas por Steven Meisel y para que sus esclavas (nosotras, cautivas de las tendencias que nos hemos dejado medio sueldo en la caja y media vida en el probador) sigamos comprando por tierra, mar e internet.

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Antes de Zara, las simples mortalas nos apañábamos con las tiendas del barrio. Todo marca La Pava, claro, que a las 'boutiques' íbamos en contadísimas ocasiones. Por eso, fue llegar la firma y someternos a los dictados de nuestro imperio romano. Era la posibilidad de asistir a una boda hechas un pincel sin necesidad de vender las córneas, de pillar tres camisetas con las que llenar el armario y el vacío existencial, de ponernos una chaqueta similar a aquella inalcanzable de Balenciaga (Balenzara se llamaba el modelo, con dos botones) a la que habíamos echado el ojo en una revista. Ahora, la ironía es que marcas más baratas les copian a ellos. Por eso, y en una vuelta de tuerca, la hija de su padre saca colecciones exclusivas, más caras, que una cosa es democratizar la moda y otra que las señoras se encuentren vestidas como sus criadas.

Y aquí estoy, tecleando estas líneas mientras espero a que llegue un hato pedido a golpe de clic, que algo de la nueva temporada tendré que echarme al cuerpo y que ni el consumo responsable me libera de esta esclavitud. Perdonen, llaman a la puerta. Voy a encomendarme a Santa Marta de Todas las Zaras, a ver si hace un milagro y me queda bien. Hartita estoy de pagar devoluciones.

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