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Sí, lo dijo el abogado defensor de Joël Scouarnec –el cirujano juzgado en Francia por haber violado y agredido a trescientos niños– cuando el presunto ... pederasta se derrumbó y reconoció sus delitos entre lágrimas: «Hace falta mucho tiempo para perforar la armadura de un hombre». ¡Y qué razón tiene! Educados en la firmeza para sobreponernos a las adversidades y demostrar fortaleza, ambición y tesón, la mayoría de los varones hemos crecido construyendo una armadura, un caparazón que oculta nuestras debilidades y nos obliga a normalizar una doble vida en la que nuestros sentimientos más íntimos quedan escindidos de la imagen social que cultivamos.
Posiblemente algún tipo de armadura, máscara o corbata sean necesarias para vivir en sociedad, para funcionar, trabajar y relacionarse sin llevar todo el rato el corazón en la mano, pero sería deseable no confundir tales rios con nuestra verdadera personalidad, así como aprender a desembarazarse de ellos de vez en cuando. De hecho, si tanto se ensalza el refugio familiar quizás sea porque a veces en él los hombres nos permitimos un respiro de la fatigosa tarea de pasar todo el día hablando de dineros, trabajos, fútbol o coches. En la intimidad del hogar, con la pareja o los hijos, hay ocasiones en que nuestras defensas se aflojan y mostramos nuestra verdadera faz, ya sea en la ternura o en el berrinche, en las luces como en las sombras. Y si hay un bebé cerca hasta los hombretones más tiesos a veces se derriten.
Ahora bien, si tan manifiesto es que la construcción social de la masculinidad intenta ocultar nuestra vulnerabilidad natural bajo la careta de la virilidad y otros estereotipos, no acabo de entender por qué los movimientos feministas polemizan tanto sobre cuestiones más o menos minoritarias, como lo trans o la prostitución, y no centran sus iniciativas en transmitir a los hombres que todos viviríamos mejor si ensayáramos compartir nuestras mutuas fragilidades, miedos e inseguridades, pues es demasiado cansino pasar todo el día con el traje de machomán puesto.
Los hombres necesitamos un feminismo que nos ayude a 'perforar la armadura', que nos haga ver cómo esa supuesta superioridad masculina tan presente en los micromachismos de la vida cotidiana nos perjudica a nosotros tanto o más que a ellas, pues somos más interesantes, atractivos y guapos cuando reconocemos nuestras debilidades y carencias que cuando las ocultamos. Además, disimulamos fatal y ellas lo notan. Precisamente porque desarmar la prepotencia masculina lleva tiempo –ya lo dijo el abogado– y es una tarea transgeneracional, conviene por tanto atender a los informes sociológicos que nos alertan de un incremento de actitudes machistas entre los jóvenes. Más allá del indudable impacto de las redes sociales y de la pornografía, convendría considerar si tanta insistencia en la igualdad entre hombres y mujeres no está generando equívocos y reacciones defensivas. Yo no hablaría nunca de igualdad en general sin precisar que se trata de igualdad de derechos y de igualdad ante la ley. Porque entre hombres y mujeres más que igualdad hay diferencias, diferencias que nos enriquecen y complementan cuando las conocemos, reconocemos y respetamos. Una educación afectivo-sexual y un mayor reconocimiento mediático de las muy diferentes maneras en que hombres y mujeres vivimos la sexualidad, la violencia, la relación con los hijos y las habilidades psicosociales en general tan vez fueran más eficaces que tanta palabrería igualitaria e irreal.
Con todo, estoy convencido de que los varones de mañana serán mucho más asertivos y cariñosos que los del pasado, digan lo que digan los matones que hoy parecen dominar el mundo. Lo dijera Cervantes, Quevedo o Goethe, 'ladran, luego cabalgamos'.
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