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Luis López
Martes, 21 de julio 2015, 10:11
Cuando Nebraska aún no era Nebraska, miles de búfalos hacían temblar las praderas. En un alto, los cheyennes vigilaban. Y cuando abatían alguno de estos animales magníficos, allí mismo extraían su corazón aún palpitante y le pegaban una dentellada. Para honrarlo y para que les transfiriese algo de su fortaleza ancestral.
Hoy, a cierta distancia de allí, en un restaurante del pueblo riojano de Ezcaray, se puede comer tartar de corazones con polvo helado de foie-gras, aguacate y mostaza.
En fin, que mucho han cambiado las cosas, y siguen cambiando, en el mundo de la casquería. En las últimas décadas estas partes del animal -órganos internos y partes 'innobles'- fueron menospreciadas por la sociedad en una absurda demostración de amnesia, en una pose colectiva que puede recordar a la de un niño rico saciado y caprichoso.
Pero a finales del siglo pasado algo empezó a cambiar. Uno de los pioneros en ese cambio de ciclo fue, naturalmente, Ferrán Adriá. El genio catalán comenzó a ejecutar ocurrencias como la fritura de oreja de conejo que situaron a la casquería en el centro de la innovación culinaria. Muchos otros cocineros se han puesto manos a la obra para reivindicar la honestidad de estos órganos denostados: destacan Abraham García, a los fogones del Viridiana y autor del libro 'De tripas corazón'; y Francis Paniego, alma de El Portal de Echaurren, en Ezcaray, que ha elevado la casquería a materia prima de primer orden para la alta cocina. De hecho, en su restaurante despacha el menú 'Desde las entrañas' (gracias por el titular), en el que se integra el tartar de corazones mencionado antes.
Dice Paniego que su apuesta por esas vísceras donde reside la vida misma no tiene que ver con cuestiones espirituales; tampoco son fundamentales los sabores potentes ni las texturas que no pueden hallarse en ningún otro lugar. No. Lo que realmente le ha llevado a centrarse en la casquería es su intención de echar un ancla "en la tradición, en la historia, en la esencia de la cocina riojana y española con su asadurilla, callos, patitas de cordero...", relata a este suplemento.
También es una cuestión de pura lógica, de sostenibilidad. El chef riojano critica que "nos obsesionamos" con una ínfima parte del animal -solomillo, entrecot, costilla, chuleta- que coincide con el músculo; y el resto lo despreciamos. De estos despojos "una pequeña parte va a casquería y lo demás se utiliza para piensos, caldos concentrados, salsas... ¿Por qué?". Semejante derroche obliga a una sobreproducción ganadera que también implica más consumo de agua, de petróleo, más contaminación. Y en un mundo con recursos escasos, ¿no sería mejor aprovechar al máximo lo que producimos para evitar exprimir el planeta más de lo debido? ¿Por qué no lo hacemos?
Tiquismiquis
Porque nos hemos vuelto tiquismiquis. Desde que el mundo es mundo las especies han aprendido a optimizar el alimento hasta el límite. Sin embargo, la opulencia lo cambia todo. Especialmente, el cambio radical se fraguó en el siglo XIX, cuando la industrialización desplazó masivamente mano de obra del campo a las ciudades. Ahí se rompieron vínculos con la tradición rural, la guardiana de las esencias. Y comenzó el declive de aquellos platos laboriosos en los que se daba salida a todas las partes del bicho, hasta a las más recónditas. Si a esto se unen épocas de abundancia y esnobismo, acabamos en un mundo dominado por los remilgos. Algo que no ocurre en países donde la tradición aún se respeta, como en la mayoría de los estados asiáticos donde uno tiene la sensación de que todo lo que no es una piedra, es comestible. Y también en Sudamérica, con mención especial a Perú, donde los anticuchos de corazón son plato nacional. Un preparado que, por cierto, tiene su origen en las vísceras que los españoles arrojaban a los esclavos para alimentarlos.
Hay muchos ejemplos que demuestran el desprecio con el que durante décadas fue tratada la casquería. Miguel de Unamuno no dudaba en criticar el gusto madrileño por los órganos internos al denostar "la cocina con sus picantes, sus callos y caracoles y otras porquerías". James Joyce, en su presentación del señor Leopold Bloom en 'Ulises', no dejaba en muy buen lugar a la vísceras al describir que "...sobre todo, le gustaban los riñones de cordero a la parrilla, que daban a su paladar un sutil sabor de orina levemente olorosa".
El despojo de los despojos se llama txintxorta, aunque también se le puede conocer como roxones. Depende de si estamos en Euskadi donde ya no es posible encontrar este alimento extraño o en Galicia donde aún puede hallarse con dificultad. ¿De qué estamos hablando? Del residuo último de la matanza, lo que queda de los desperdicios una vez extraída de ellos la manteca que luego solía utilizarse, por ejemplo, para conservar chorizos. Una amalgama que debería ser morralla infame y que, sin embargo, tiene la cualidad de transportar en el tiempo. A su infancia o a la infancia de sus antepasados. Hay muchas razones que explican el declive de este alimento ancestral. Su práctica extinción tiene que ver, claro, con el ocaso de las matanzas caseras en beneficio de un proceso más industrializado y frío. También hay que tener en cuenta lo trabajoso del proceso de elaboración en una olla de grandes dimensiones se introducen trozos de tocino, grasa de tripa y todos aquellos fragmentos de piel y carne que ya no sean útiles para nada. Se cuecen durante horas al tiempo que el mejunje se remueve con grandes palos. La grasa se vuelve líquida y va subiendo a la superficie. Cada poco se extrae, y se sigue con el proceso. Hasta que ya no aflora más aceite. Lo que queda en el fondo son los roxones, que deben dejarse escurrir durante largo tiempo hasta que se sequen totalmente. Según las partes del cerdo que se hayan utilizado así será la apariencia de la txintxorta. Puede ser un montón de migas redondeadas y amarillas si es que únicamente se utilizaron trozos de grasa y tocino; o pedazos más grandes con capas crujientes si en la mezcolanza había magro y piel de cualquier tipo. En todo, la última gran contribución del cerdo. La cerdada definitiva.
Pero algo está cambiando. Los riñones ya no saben a pis. En el actual renacer de la casquería es importante la mejora en imagen que le procuran los grandes cocineros, que no dudan en usar en sus preparaciones tendones, corazones, sesos... de todo. Porque todo, tratado con cariño y paciencia, tiene sus posibilidades y sorprende. Y también es vital en el resurgimiento de estos despojos su precio relativamente asequible, que en tiempo de crisis es un notable reclamo. De hecho, siempre ha ocurrido lo mismo: en la adversidad se amplía el abanico de productos consumibles, no se tira nada, y eso obliga a buscar preparaciones originales, combinaciones diferentes... Obliga a inventar, a mezclar, a ponerse las pilas.
Casquería marina
Nos estamos dejando una pregunta fundamental en el tintero: ¿Qué es la casquería? ¿Únicamente estamos hablando de los órganos internos? No. La clasificación más frecuente suele distinguir entre despojos rojos y blancos. En la primera categoría se incluirían órganos como el hígado, el corazón, el bazo, los pulmones, los riñones... Como casquería blanca se consideran las mollejas, sesos, intestinos y criadillas, pero también partes externas del animal tradicionalmente despreciadas por innobles como los pies y manitas, las orejas, el rabo, el morro y las carrilleras.
Hasta aquí hablamos de partes de la vaca, del cordero o del cerdo. De animales que andan. Pero si nos ponemos finos también deberíamos mencionar la casquería marina, que cada vez seduce más en los grandes restarantes. Del atún se usa no sólo el corazón y el hígado, sino también el estómago, el semen y la vejiga natatoria. La sangre del salmón, la piel de bacalao o las huevas de pescadilla también son materias primas utilizadas por chefs ilustres del panorama gastronómico patrio. Aunque esto ya es entrar en las grandes ligas y merecería un artículo aparte.
Así que, regresando a la casquería tradicional, la terrestre, hay que referirse a un aspecto que se ha instalado en el imaginario colectivo y que juega en su contra: que se trata de alimentos insanos. Falso. Hace unos años, coincidiendo con el inicio de la crisis, el Gobierno de España se embarcó en una campaña para impulsar el consumo de casquería por sus valores nutricionales al ser rica en proteínas y minerales como hierro, fósforo y zinc; y también por aportar una buena inyección de vitamina A, B12 y ácido fólico. Los nutricionistas hacen énfasis en esas bendiciones y señalan las vísceras como antídoto idóneo contra la anemia. Aunque es cierto que tienen grasa -aunque no es para tanto- y colesterol.
En resumen, es tiempo de resucitar definitivamente esos platos tradicionales olvidados durante demasiado tiempo. Los hígados encebollados y los pinchos de corazón; las mollejas con ajo y las manitas rebozadas; la lengua guisada y las tripas de cordero; las orejas de cerdo y el rabo asado; la asadurilla y el morteruelo. Y así, de paso, honrar a los bichos que nos alimentan y contagiarnos de su fortaleza. Como hacían los cheyennes.
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