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Jesús J. Hernández
Domingo, 2 de marzo 2025, 09:01
Carlos Díaz Arcocha no conoció a ninguno de sus nietos. Le habría gustado saber que Leire se hizo ertzaina. Lleva calada la misma gorra roja ... del que fuera el máximo jefe de la Ertzaintza, el primero de su historia, el superintendente al que ETA asesinó el 7 de marzo de 1985. A los cinco hijos de Carlos les duelen esos detalles en que la ausencia toma cuerpo. «Mi padre fue un hombre muy valiente. Sabía el peligro que corría pero no quería marcharse. Solía decir 'Yo no puedo ser vasco desde Benidorm'. Le ofrecieron otros destinos y no quiso». Lo cuenta su hija Teresa Díaz Bada cuando se acerca el 40 aniversario del crimen.
Carlos Díaz Arcocha era también teniente coronel de Infantería del Ejército, un requisito para los primeros jefes de la Policía autonómica estipulado en una disposición transitoria del Estatuto de Gernika. El lehendakari Carlos Garaikoetxea le había encomendado a aquel hombre, que había sido capitán de La Legión en el Sáhara y que estaba en el Regimiento Sicilia de San Sebastián, la ardua tarea de liderar la primera Ertzaintza. Tenía 49 años cuando ETA acabó con su vida colocando una bomba en los bajos de su vehículo mientras tomaba un café en un bar de la gasolinera de Elorriaga, muy cerca de la academia de Arkaute.
Aquel día comenzó a ser fatídico para los suyos cuando sonó el teléfono. Descolgó Teresa Díaz Bada. Al otro lado de la línea, un periodista le informó de que había habido un atentado dirigido contra su padre. Había muerto. «No lo supimos hasta años después, pero aquel periodista era José Mari Calleja».
Segunda llamada. Mismo día. Esta vez suena en la casa de la madre de Carlos Díaz Arcocha y, al otro lado, hay una voz de mujer que no se identifica. «¿Tiene usted un hijo soldado en Vitoria?», le pregunta. «Soldado no... pero sí, es militar», responde su madre, una mujer de edad avanzada. Con voz impasible la mujer pronuncia la última frase antes de colgar. «Pues acabamos de matarle».
La memoria es la suma de los detalles que lo cambian todo. Esas dos llamadas, por ejemplo, y otras estampas, diáfanas y precisas, que se condensan en el crimen de Díaz Arcocha. Una más. ¿A quién se encargó la investigación del atentado mortal? «A dos ertzainas que eran colaboradores de ETA y que, naturalmente, no investigaron nada», se duele su hija. Florencio Domínguez –director del Centro Memorial y cuñado de Díaz Bada– detalla en 'Sin Justicia' que la investigación recayó en Josu Guergue y Federico Jiménez de Jáuregui, que eran «colaboradores de ETA, con directo al jefe del aparato militar».
No sería el último jalón de la impunidad. «Cuando se detuvo a Santi Potros en 1987, se encontraron unas 'kantadas' –confesiones que los etarras hacían llegar a la dirección de la banda– del comando Xira y donde estaba Ricardo Izaga, que fue el responsable. El juzgado no envió esas pruebas y nunca fueron investigadas. Ese asunto se quedó ahí, sin tocar. ¡Qué dejación de la Justicia!». Aquellos papeles, donde concretaban la cantidad de explosivo y cómo colocaron la bomba, además de otros detalles como que intentaron matarle un mes antes, no tuvieron recorrido judicial. «¿Qué clase de justicia no ampara a las víctimas?».
Otra estampa. «Mi padre se sentía vasco, que no separatista, y español, que no españolista. Y por supuesto no encontraba ninguna contradicción en sentirse vasco y español», explica su hija. Así que en el sepelio, «mi abuela, mi madre y un hermano de mi padre pidieron que el féretro llevara las dos banderas», la rojigualda y la ikurriña. «Luis María Retolaza, que era el consejero de Interior, nos dijo que lo harían. Pero, como es habitual en muchos políticos, mintió. Mi padre sólo llevó encima la ikurriña». No se cumplió el deseo de la familia. «¿Y eso qué produjo? Que sus compañeros del cuartel recibieron la orden de no asistir al funeral. Y no acudieron, lo cual fue una cobardía porque ellos conocían a mi padre y sabían cómo era. Sólo vino Muñoz Grandes, que había sido compañero suyo en la Academia de Zaragoza y también mis tíos, que eran militares».
Un detalle más. Cuando hace dos años murió la esposa de Díaz Arcocha, en San Sebastián, la familia pidió al sacerdote que dijera también unas palabras en recuerdo de su marido asesinado. «Sólo dijo que 'esta mujer sobrellevó lo mejor que pudo circunstancias muy difíciles'. Una cobardía absoluta. La sociedad vasca nos revictimizó con el ostracismo y la falta de compasión».
Y es que la última estampa, en este inventario del dolor y la impunidad, es común a muchas víctimas de esta época: el atronador silencio de la sociedad. «Cuando le matan, sales a la calle y nadie te dice nada. Llevas una tristeza profundísima que ya nunca se quita, y mucha desesperanza porque nadie te dice nada. Si acaso, una impertinencia». Lo explica desde su consulta en San Sebastián, donde sigue viviendo y trabajando. «Si ahí no te agarras a la familia... Yo les tuve porque estamos muy unidos».
Díaz Bada estudió victimología, profundizó en el Holocausto y ha atendido como psicóloga clínica a muchas otras víctimas del terrorismo. Critica sin ambages «esta componenda política y social que nos ha quedado en una sociedad que no quiere mirar al pasado porque ha sido connivente con los asesinos, por acción u omisión». Y añade: «Yo no puedo perdonar que mataran a mi padre. ¿A quién ayuda? ¿Quién necesita ese perdón? ¿La víctima o el victimario? ¿O la sociedad?».
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