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El día que se disputó una etapa alpina terrorífica en la que el maravilloso Tadej Pogacar (UAE) cabalgó de amarillo en solitario, el Tour ... quedó desamparado. Mathieu van der Poel (Alpecin) no tomó la salida y Wout van Aert (Jumbo) quedó perdido en la inmensidad de las montañas. Y el vacío es inmenso, porque lo más importante del ciclismo es el material del que están hechos los sueños.
Antes de irse, el sábado, vestido aún de amarillo, Van der Poel tuvo un gesto que entronca con la verdad de este deporte. Descolgado, con todo perdido y la grandeza intacta, sacó el bidón del cuadro de su bici y se lo extendió a un niño que le animaba junto a su padre. El rostro de entusiasmo del crío al recibir ese regalo inesperado es la imagen del futuro del ciclismo. Un deporte tan duro que es imposible si no hay sueños.
Sí salió Van Aert, pero al final del día ya no está. El Tour le pasó su factura cuando aún quedaban 70 kilómetros para la meta. Se quedó del grupo principal y los minutos fueron cayendo sin compasión –llegó a 31:37–. Los dos gigantes, fuera de juego víctimas de su propia osadía, de su desafío al Tour con aquella maravillosa escapada de más de doscientos kilómetros que puso contra las cuerdas a Pogacar. Su salida cambia el dibujo de la carrera, abocada a un guion mucho más convencional, más seguro.
El Tour vuelve a ser la tierra prometida de los sufridores. De esos ciclistas capaces de llevar el padecimiento físico mucho más allá de la realidad para conseguir un buen puesto en la general. Corredores de un nivel espectacular que, sin embargo, se someten a esa tiranía que impone la carrera de resistir, resistir y resistir, sin asomar nunca la cabeza, para llegar a París en puestos de honor aunque para ello hayan tenido que ir tres semanas agazapados soportando penalidades sin cuento. Famélicos, huesos y piel, los ojos más grandes que la cara.
Es lo único que deja Tadej Pogacar a los demás. Tras la exhibición de la víspera, el esloveno se limitó a volver a demostrar que está un par de pisos por encima del resto. Le bastó un movimiento burocrático en la última subida a Tignes –donde ganó el mejor de la escapada, el australiano Ben O'Connor (Ag2r), que pasa a ser segundo de la general– para distanciar a todo el mundo: Carapaz (Ineos), Vingegaard (Jumbo), Urán (EF), Mas (Movistar), Lutsenko (Astana), Kelderman (Bora)... Ciclistas muy buenos, condenados todos ellos a sufrir en silencio, vetadas las aventuras por la superioridad del líder.
Pogacar ha domesticado el Tour de Francia. Es seguro que nunca lo vio en peligro, ni cuando los dos gigantes rodaban desatados el viernes con siete minutos de ventaja, pero su ascendente sobre la carrera ahora mismo es el de los grandes. Va derecho a su segundo triunfo en el Tour con 22 años. Si fuera francés, le compararían con Laurent Fignon.
Su ataque de ayer tuvo un punto meláncolico, casi de tristeza. Como si no le encontrara el sentido. Es la marca de esta nueva generación, crecida en el ciclismo combativo, hecho de desafíos, de duelos en el filo. Como si la ausencia de un verdadero adversario le sumiera en un vacío existencial. Locuras de juventud que su director, Josean Fernández Matxin, le quitará de la cabeza con mucho gusto todas las veces que le invada la nostalgia de los dos gigantes neerlandeses y la de Alaphilippe (Deceunick), que tras su victoria y maillot amarillo en la primera etapa no le encuentra el paso a la carrera. Ayer, con su sentido de la escena intacto y harto de todo, se bajó de la bici en la cima del Cormet de Roselend para cambiarse y ponerse ropa seca. Dos minutos, tres, qué más da.
Eddy Merckx ya había avisado después de la contrarreloj que el Tour estaba acabado, que ya lo tenía ganado Pogacar. Así que, a falta de mejor esperanza, ayer el pueblo escuchó hablar al mánager del Ineos, Dave Brailsford, que dijo que conviene «esperar lo inesperado».
Alguien que ha ganado el Tour siete veces con cuatro corredores distintos en ocho años merece que se le preste atención, aunque cuesta adivinar en qué puede estar pensando. Ayer, puso a su equipo a trabajar en la última subida –con un felizmente recuperado Geraint Thomas en la tarea–, pero la respuesta de Pogacar fue tan contundente en su sencillez que quita la moral de cualquier cosa, hasta de especular con lo inesperado.
Si Thomas parece recuperarse, Primoz Roglic (Jumbo) tomó la misma decisión que Van der Poel. El esloveno, lesionado tras su caída de la tercera etapa, abandona el Tour con la esperanza de reestablecerse a tiempo para los Juegos Olímpicos de Tokio, donde la carrera en ruta se disputará justo una semana después del final del Tour.
El holandés también mira al oro olímpico en Japón, pero en su caso en la modalidad de mountain-bike. Probablemente, la previsión meteorológica empujó a ambos a dejar la carrera sin esperar a la jornada de descanso de hoy. Frío tremendo y lluvia implacable, que convirtieron la etapa en «un infierno, un sufrimiento terrible», como resumió en meta Nacer Bouhanni, el sprinter del Arkea, que llegó roto a meta a punto de no salvar el fuera de control. Mark Cavendish (Deceuninck) casi se desplomó nada más cruzar la línea y celebró el éxito con los compañeros que le salvaron como si hubiera ganado su tercera etapa en este Tour. Un poco más atrás, el campeón olímpico Van Avermaet (Ag2r) tuvo que pegarse un sprint final tremendo para llegar dentro del tiempo reglamentario por solo seis segundos. Tim Merlier (Alpecin) abandonó.
Se sufrió delante, en medio y atrás. En todas partes, menos dentro del maillot de Pogacar.
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