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No sabría decir qué edad tiene, tal vez unos cincuenta años, tal vez no llegue a cuarenta. La desnutrición, la intemperie y a saber cuántas ... violencias se han quedado incrustadas en su piel. Mide poco más de metro y medio, tiene los ojos chiquitos y muy vivos, nariz chata y sonrisa amplia, algo mellada. Vive en un recoveco al lado del portal de mis padres. Dice que se llama Mohamed, pero no sabemos si es verdad o una ironía contra el estereotipo de sus orígenes. Mi madre supo que era musulmán cuando le rechazó un bocadillo de jamón. Ahora de vez en cuando se lo hace de tortilla o le baja alguna fruta. Lleva años viviendo allí. Entre sus posesiones visibles están un fino jergón, varias mantas, una bandera del Athletic de Bilbao, un transistor, cuadernillos de sopas de letras y crucigramas, varias mochilas en las que posiblemente guarda su ropa y algún objeto personal que considerará valioso, un pequeño tiesto con una begonia blanca de plástico.
De vez en cuando desaparece, dejando ahí todas sus pertenencias y pone un cartel que dice «he ido a ducharme». No sabemos dónde lo hace, posiblemente se lava en los baños públicos del parque o tal vez alguien le deja usar el suyo. Es un hombre tierno y amable. La primera vez que mi padre se cayó en la calle, vino corriendo a socorrernos, nos ofreció agua de su botella, me ayudó a incorporarlo y a llevarlo al portal. Le llama «amigo» y cuando por su enfermedad no sale de casa en unos días, me pregunta por él. Poco a poco hemos ido sabiendo algún detalle de su vida, como que tiene un hijo que a veces le visita y con el que juega a pasarse el balón con toquecitos cortos. También que, a pesar de los rigores de la vida en la calle, ha preferido quedarse en su pequeño refugio que ingresar en un centro. O tal vez haya sido decisión de otros.
La presencia de Mohamed en ese lugar céntrico del pueblo ha sido hasta ahora una anomalía –durante muchos años no era normal ver a gente viviendo a la intemperie–, pero en los últimos días he visto, como si de repente hubiera estallado el fenómeno, a varias personas durmiendo en soportales y lugares mínimamente protegidos, rodeados de sus pertenencias. Hay pocos barómetros tan indicativos y visibles de la desigualdad y la injusticia social como el sinhogarismo.
Hace quince días se ha dado a conocer que entre trescientas y cuatrocientas personas –durante los momentos más crudos del invierno casi quinientas– viven en el Aeropuerto Madrid-Barajas. Más de la mitad de estas personas están empadronadas en Madrid y el 38% tiene un empleo. La mayoría son hombres, muchos de origen latinoamericano, aunque casi un tercio son españoles. Apenas hay alguna persona con posibilidades de alcanzar estatus de refugiado o asilado político, como había declarado el alcalde de Madrid, José Luis Martínez Almeida (PP), para desentenderse de un asunto que compete en buena medida al Ayuntamiento por ser personas empadronadas en él. Muchos deambulan por la ciudad durante el día, buscando empleo y visitando los comedores sociales, los refugios en los que la respuesta es siempre que no hay sitio o que están en lista de espera. Otros, un desasosegante 38%, sí tiene trabajo pero no encuentran un espacio asequible donde vivir. La especulación, la falta de regulación del alquiler, la ausencia de políticas públicas de vivienda en Madrid hacen que las personas con trabajos precarios no puedan pagar un alquiler, particularmente si tienen a su cargo a otros o sufren algún tipo de imprevisto. Pueden acabar en la calle y caer en la espiral del sinhogarismo: problemas de salud, estrés emocional, ostracismo social, vulnerabilidad ante agresiones.
Si se busca información sobre algunas de estas personas encontramos a un chico español que perdió su trabajo durante la pandemia y vive desde entonces en el aeropuerto, que tiene un amigo con empleo en el mismo aeropuerto de Barajas y duerme en él porque no puede pagarse una habitación, o a un chico peruano que trabaja de repartidor para Amazon, SEUR y GLS, y teme una inminente expulsión. Porque ya se han alzado voces, particularmente desde la extrema derecha, que plantean la solución más fácil y populista: desalojar sin miramientos el aeropuerto. Como alternativa proponen dar asistencia solo a los españoles y a los demás... «contundencia».
Lo sencillo es usar la fuerza para hacer desaparecer lo que molesta: ¿cómo el aeropuerto puede recibir con ese espectáculo a los extranjeros? Tras el deseo de dar una buena imagen, de garantizar la seguridad de visitantes y trabajadores, de limpieza y orden, se esconde una terrible fobia a las personas pobres o desfavorecidas, aporofobia. Este término, acuñado por la filósofa Adela Cortina, encapsula una serie de actitudes sociales muy extendidas. Tendemos a culpabilizar a las personas sin hogar de su situación, a juzgarlas porque asumimos que, si han acabado así, por algo será; tendemos a pensar que han elegido esa forma de vida o no han luchado lo suficiente, que son vagos o descuidados, que si sufren de alguna enfermedad o no están limpios y aseados, que si han caído en la desesperación o el alcoholismo, que sin dan alguna muestra de desorden mental, es porque han tomado el camino equivocado en algún momento.
Pocas veces se piensa que si esa persona está así es porque vive en una sociedad que machaca a los más débiles y vulnerables mientras aúpa a buitres y especuladores, sobre todo en comunidades autónomas y ayuntamientos, como la y el de Madrid, donde las políticas públicas de asistencia social son cada vez más escasas. La ciudad elegida por ricos y ultrarricos, la comunidad que bonifica al 100% el impuesto sobre el patrimonio, niega el derecho a la vivienda digna a parte de su clase trabajadora y a quienes han perdido sus últimos recursos.
El caso de Madrid es particularmente llamativo por la tremenda desigualdad social de la región, pero le acompañan en el ranking Andalucía y el País Vasco. Otras comunidades, como Castilla y León, están viviendo un incremento de este problema. En muchos rincones de nuestro país viven personas que solo poseen un cartón sobre el que dormir, una manta para cubrirse y, tal vez, una pequeña maceta con una begonia blanca de plástico. Habrá algún orangután que diga que, si tanto me preocupan, me los lleve a casa.
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