Montañas de basura dividen en dos las calles del municipio de Alfafar, donde la sensación de irrealidad es abrumadora. DV recoge testimonios de vecinos que aún continúan sacando de sus viviendas cubos de agua siete días después de la riada
«Estamos empezando a ver la luz». La frase, pronunciada por decenas de vecinos de Alfafar, choca con la realidad para alguien que, una semana después de que la DANA arrasara con todo, da los primeros pasos sobre el lodo que cubre todas y cada una de las calles de esta localidad de casi 22.000 habitantes. Es como si la viscosa sustancia hubiera estado allí siempre, como si nunca hubieran existido aceras y calles asfaltadas. La sensación de irrealidad es abrumadora.
Los sanitarios de DYA Gipuzkoa nos advirtieron desde el primer momento de la importancia de llevar mascarilla y guantes en las zonas afectadas. El riesgo de infección «es muy alto» por todo el agua, barro, basura, material y sustancias que se concentran en las calles. Y continuará aumentando conforme pasen los días hasta que se limpie por completo cada rincón de los pueblos, tarea que puede durar muchos meses. Una simple herida con un trozo de hierro o un cristal puede ser mortal si no se recibe una inyeccion contra el tétanos. Y por todas partes hay fragmentos metálicos, vidrios y astillas de madera. Las calles y las destrozadas casas de Alfafar están llenas de trampas. Hasta el agua, cada día más emponzoñada, es un peligroso veneno del que no hay más remedio que protegerse. En esta situación, los complementos de moda de la pandemia, los guantes y las mascarillas, han regresado, pero no han venido solos. En las localidades afectadas por la DANA son indispensables unas buenas botas de agua. Todos llevan un par.
El puesto de mando de los servicios de emergencia está ubicado en el IKEA de Valencia y para acceder a Alfafar hay que atravesar un puente que nace al lado de un cementerio, que tampoco se ha librado del infierno, y sobrevuela las vías del tren. Están, como no, completamente destruidas, con furgonetas, coches y hasta autocaravanas apiladas a su alrededor. La imagen es desoladora y lo más curioso de todo es que no hay ni rastro de un río ni de un cauce a la vista. Parece que todo el agua se ha quedado en las casas y ya no tiene ningún interés por abandonarlas.
En Alfafar muchos empiezan a ver algo de luz, pero aún falta mucho para que el pueblo se libre del lodo que lo cubre
Montañas de basura dividen en dos las calles de Alfafar. Parecen trincheras después de una batalla en una guerra inexistente. Sorprendentemente, y aunque parezca increíble, los vecinos siguen sacando cubos y cubos de agua de sus hogares siete días después del paso de la riada. Uno se pregunta de dónde saldrá tanta agua o, lo que es peor, qué ha tenido que ocurrir la semana anterior para que aún parezca el día después. Poco a poco se van despejando las calles, pero no a la suficiente velocidad como para que comiencen a desaparecer las huellas de la tragedia. Los vecinos de Alfafar viven un continuo día después, como si la riada que destruyó sus vidas acabara de arrasar el pueblo. Como si aún no hubieran despertado de la pesadilla.
Muchos iten que sí han pasado efectivos de emergencia, de rescate o de seguridad, pero se quejan de que no se han detenido para atender sus necesidades. Su sensación de impotencia se ve paliada por la unión de los vecinos y los voluntarios que han venido a ayudarles desde todos los puntos del país. La solidaridad es la receta que el pueblo valenciano ha adoptado para salir de esta catástrofe. Los vecinos se ayudan y apoyan entre ellos achicando agua, sacando muebles o limpiando las casas. A ellos se les suman miles de voluntarios, la gran mayoría jóvenes, que abarrotan las calles deseosos de echar una mano quien lo necesite. Al igual que los más jóvenes van en Navidad de puerta en puerta preguntando «¿podemos cantar?», en esta ocasión la pregunta es otra. Con palas y escobas a la espalda y con ganas de embarrarse, los jóvenes dicen: «¿necesitáis ayuda?».
Hay casas que ya están repletas de voluntarios, no caben más, por lo que su propietario se ve obligado a rechazar el ofrecimiento con una sonrisa en la que se mezclan el cansancio y el agradecimiento. No pasa nada. Los voluntarios mandan un mensaje de ánimo y caminan unos metros más hasta la siguiente puerta para volver a preguntar. «¿Necesitáis ayuda?».
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