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Qué casualité, queridos lectores diariovasquistas, que me haya tocado sacar artículo este 8 de marzo. A mí los «días de» me dan mucha pereza y ... probablamente se hayan dado ustedes cuenta de que no necesito efemérides para hablar aquí de señoras. Sin ochoemes ni ochoemas de por medio me estrené en esta sección descubriéndoles las recetas tolosarras de Escolástica Salazar, condesa de Villafuertes, y desde entonces hemos repasado las vidas, sabores y sinsabores de otras muchas mujeres que hicieron de la cocina su profesión o mayor afición. Por esta página han pasado Thekla Webster (la primera persona que dedicó un estudio a la gastronomía vasca, allá por 1887), Nicolasa Pradera y su primera jefa doña Cesárea Garbuno, autoras de libros de cocina como Julene Azpeitia, Dolores Vedia, Ana María Calera o Petra Laborda, olvidadas cocineras de sociedades gastronómicas (Teresa Esteibar, la Concha o la Petra), camareras, pregoneras de pescado, galleteras de Olibet, abuelas guisanderas, reinas comilonas y hasta brujas.
Lo importante no es sacar la lupa una vez al año o dar de repente brillo a un tema porque lo dicte el calendario, sino tratarlo de continuo porque el asunto lo vale. Lo contrario es tan absurdo como el texto que para hoy he desenterrado de la hemeroteca, un artículo publicado en La Voz de Guipúzcoa el 29 de marzo de 1936 y en el que el periodista azpeitiarra Bernabé Orbegozo alias 'Otarbe' planteaba un supuesto «Homenaje a la cocinera vasca». Decía Otarbe que no había nada que tuviera tanto prestigio más allá de las fronteras de nuestra tierra como la cocina vasca, que la sabrosura de nuestros platos típicos era clave en la felicidad tanto de turistas como autóctonos y que todo eso se debía a las mujeres, que entonces eran mayoritariamente quienes bregaban no sólo con el fogón doméstico, sino también con el profesional. «Heroínas sacrificadas a las salpicaduras del aceite chirriante; abnegadas, muy sufridas, siempre al servicio del estómago ajeno. Sin duda son las mujeres que más felicidad producen», escribía el reportero. «Son Evas de nuestro paraíso koxkero que incitan al pecado de la gula con su tentadora fritada [...] venerables damas, perfectas sacerdotisas, fieles guardianas del buen gusto».
Mucho lirili pero poco lerele, porque Otarbe no estaba planteando un homenaje real ni un reconocimiento contante y sonante. Mencionaba de pasada las tristes condiciones laborales de aquellas mujeres pero luego se preguntaba qué sería de los gourmets si a las cocineras se les ocurriera organizarse en sindicatos profesionales, pedir días libres o reivindicar la semana de cuarenta y ocho horas. «La sola idea espanta. ¿Qué iba a ser de nuestros estómagos?». Para rematar el agravio concluía con que «Hay cosas que no se pagan con dinero, y entre éstas los servicios de la cocinera. Por eso es obligado, no una espléndida retribución, que quizá no apreciarían, sino un homenaje a la cocinera vasca, primera fomentadora del turismo en Donostia». En lugar de pagarles más proponía erigir un monumento en su honor. ¡Ay!
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