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Historias de Gipuzkoa

Desfalco en Ultramar: el guipuzcoano que sorteó la pena de muerte

El contrabando a las Indias era moneda corriente. Muchos guipuzcoanos se enriquecieron con esta práctica. Otros se arruinaron

Ana Galdós Monfort

San Sebastián

Martes, 16 de enero 2024, 07:07

En septiembre de 1652, el puerto de Sevilla estaba preparado para despedir a los galeones que ese año navegaron por el Atlántico. Desde la Torre del Oro, varios soldados dispararon salves para anunciar la salida de la flota. En las cubiertas de los barcos, los marineros, soldados y pasajeros decían adiós a la gente que se había agrupado en el Arenal de Sevilla.

El primer barco en zarpar fue la capitana, con Domingo de Ipeñarrieta a bordo, un urretxuarra designado como maestre de plata. Su tarea era la de registrar la plata, el oro y las perlas que la flota traería de las Indias. Ipeñarrieta, con diez travesías atlánticas en su historial, contaba con una extensa experiencia en este tipo de viajes.

Vista panorámica de Sevilla en el siglo XVII. Anónimo

Tras la capitana, se alinearon los nueve galeones que aquel año viajaron a Tierra Firme. Uno de ellos, el San Juan Bautista, tenía mucho de guipuzcoano. Por una parte, fue construido en los astilleros de Hondarriba por orden del hondarribitarra Lorenzo de Ogullurreta. Por otra, tanto el capitán como el piloto, junto con varios marineros, provenían de esa misma localidad.

Las bodegas del San Juan Bautista iban cargadas de herrajes, arados, tachuelas y azadas que varios mercaderes guipuzcoanos querían mandar a Cartagena de Indias y Portobelo. En estas ciudades de Tierra Firme, otros guipuzcoanos se encargaban de vender la mercancía, utilizando las ganancias para adquirir añil, cochinilla, azúcar, tabaco o cueros que enviaban de vuelta a Sevilla. Este ciclo representaba la transacción comercial habitual.

La llegada a Tierra Firme

Tras casi dos meses de travesía, los barcos atracaron en Portobelo. Allí los marineros del San Juan Bautista descargaron la mercancía y se la entregaron a los mercaderes guipuzcoanos asentados en esa ciudad. Por su parte, en la capitana, Domingo de Ipeñarrieta comenzó a recibir la carga de plata y oro que los esclavos africanos habían extraído de las minas de Perú, así como las perlas que habían recolectado en isla Margarita.

A medida que las barras de plata y las perlas subían a bordo, Ipeñarrieta fue registrando su número en un libro. Una vez apuntadas las cantidades, dos ayudantes colocaron las joyas en un compartimiento especial que guardaron bajo llave. Tanto por el día como por la noche, varios soldados vigilaban el compartimento. Nadie podía acercarse a tan suculento tesoro.

Galeón de la Flota de Indias

Cuanta más cantidad de plata, oro y perlas registrara, mayor sería la comisión que Ipeñarrieta cobraría al llegar a Sevilla. Ahora bien, a su regreso estaba obligado a mostrar el libro de registro a los oficiales y entregar la mercancía en la Sala del Tesoro, pues aquellos bienes pertenecían a la Hacienda Real. Una vez que los oficiales cotejaran el libro con la carga, Ipeñarrieta cobraría la comisión correspondiente.

Un negocio muy lucrativo

Sin embargo, Ipeñarrieta no solo iba a cobrar una comisión por el transporte de los tesoros reales, sino también por otro tipo de transacción que había apalabrado con particulares. Como era habitual entre los maestres de plata, Ipeñarrieta aprovechaba los viajes para hacer de depositario de fondos. En Sevilla, varias personas le habían confiado sumas de dinero para que las llevara a Tierra Firme. Algunas entregaron fondos con el propósito de adquirir productos indianos en el destino, mientras que otras depositaron dinero en él para que lo entregara a familiares o socios. Entre quienes confiaron en él se encontraba el pintor Bartolomé Murillo.

Estas transacciones eran una jugada perfecta. Por una parte, Ipeñarrieta obtenía una comisión por llevarlas a cabo. Por otra, había acordado con la mayoría de sus depositantes que no declararía la cantidad que transportaba, lo que le brindaba un mayor margen de beneficio al eludir el pago de los impuestos asociados a la extracción de dinero.

Además, tampoco declararía algunas de las mercancías que le habían encargado que trajera a su regreso. De manera que al llegar a Sevilla evitaría pagar los impuestos correspondientes, lo que le proporcionaría todavía mayores beneficios económicos.

En este tipo de contrabando, que era moneda corriente, estaban involucrados tanto los que confiaban en él como oficiales, capitanes y soldados. Eso sí, en el caso de que las autoridades descubrieran la trama, los involucrados se enfrentaban a procesos legales que acarreaban la pérdida de bienes e incluso condenas a muerte. No obstante, los beneficios eran tan jugosos que a algunos les merecía la pena arriesgarse.

Un doble engaño

Pero ese año de 1652, Ipeñarrieta vio cómo sus transacciones se torcían. En un viaje anterior, había contraído deudas con varios mercaderes de las Indias. Con el fin de saldar esos compromisos, utilizó parte del dinero que los comerciantes sevillanos le habían depositado. Sin embargo, esta maniobra complicó aún más su endeudamiento.

Los dos prestamistas. Marinus Van Reymerswaele. En el cuadro se observa el libro registro donde los depositarios anotaban los fondos recibidos

Al carecer de fondos, no pudo comprar todas las mercancías que le habían encargado. Tampoco pudo entregar la totalidad de los fondos a sus destinatarios. Ante semejante situación, Ipeñarrieta ideó una solución: modificar la cantidad registrada de plata y perlas. Así, tomó el libro de registro, arrancó varias hojas y se deshizo de ellas. Luego, con la ayuda de sus asistentes, apuntó un número de perlas menor del que en realidad llevaba y extrajo varias barras de plata del compartimento.

En junio de 1653, la capitana y el resto de los galeones, incluido el San Juan Bautista, zarparon con rumbo a Sevilla. El viaje transcurrió sin imprevistos: no hubo tormentas que destrozaran las velas ni tampoco asaltos de corsarios que confiscaran los tesoros. Finalmente, el 13 de agosto, la flota atracó en Cádiz: esta era la parada previa a Sevilla.

Llegaron a media noche, de manera que el registro de los barcos se postergó hasta la mañana siguiente. Ipeñarrieta, con la complicidad de sus ayudantes, aprovechó la oscuridad para descargar las barras de plata que había apartado y algunas de las perlas. Después ordenó que las transportaran hasta el convento de San Diego, en Sevilla, donde un franciscano amigo suyo ocultó la mercancía.

El desfalco se pagaba con la pena de muerte

A la mañana siguiente, las autoridades observaron que Ipeñarrieta había arrancado 144 hojas del libro de registro. Además, vieron que aparecían diferentes tipos de letras en el libro, un síntoma de irregularidades, pues por lo general se escribía con una única mano.

Ipeñarrieta sabía que era cuestión de días que descubrieran el fraude. En cuanto los depositantes denunciaran que no habían recibido lo apalabrado, las autoridades atarían cabos y sacarían a la luz el desfalco. De manera que buscó un lugar donde esconderse, uno donde sus amigos lo ocultarían: el convento de San Diego.

En efecto, dos días después del desembarco de la flota, nueve personas denunciaron al maestre de plata. A continuación, las autoridades descubrieron que Ipeñarrieta había depositado en la Sala del Tesoro la mitad de las barras de plata que había embarcado.

Los pregoneros anunciaron el aviso por toda Sevilla: Ipeñarrieta debía presentarse ante las autoridades para esclarecer lo sucedido. Asimismo, advirtieron que castigarían a todo aquel que lo escondiera. A pesar de ello, en el convento de San Diego nadie lo denunció.

El 19 de agosto, las autoridades se presentaron en su casa de Sevilla, entraron en ella y confiscaron los bienes más valiosos: unos cuadros, varias sillas, unas pocas alhajas y dos esclavos negros. Seguidamente, apresaron a los dos ayudantes de Ipeñarrieta que confesaron el traslado de las barras de plata al convento de San Diego.

Plano de Cartagena de Indias en el siglo XVII. Archivo General de Indias

Ipeñarrieta continuó escondido en el convento hasta que, en noviembre, huyó a Málaga con la intención de tomar un barco con destino a Roma. Sin embargo, las autoridades lo localizaron antes de que pudiera escapar al extranjero y lo llevaron preso a la cárcel del Consulado de Indias en Sevilla.

El 27 de julio de 1654, el juez dictó sentencia: condenado a la horca por manipular el libro de registro, falsear las cantidades de perlas y barras de plata transportadas y apropiarse de 268 barras de las 649 que había embarcado.

Ipeñarrieta no se quedó de brazos cruzados: contrató a un buen abogado defensor, echó mano de sus amistades influyentes y apeló la sentencia. Mientras avanzaba el proceso, permaneció preso en la cárcel de la Casa de la Contratación. Allí, a principios de septiembre de 1655, recibió la noticia del fallecimiento de su madre en Urretxu, seguida unos días más tarde por la muerte de su única hermana.

Durante los tres años en que Ipeñarrieta estuvo preso, su abogado hizo una buena defensa. Alegó que no existían pruebas concluyentes que vinculara a Ipeñarrieta con la manipulación del libro, que su reclusión en el convento se debió al miedo a los acreedores y que no se podía demostrar que había robado la plata, sino que la utilizó para otros propósitos con la intención de devolverla. Por esta razón, solicitó que Ipeñarrieta fuera juzgado por incumplimiento de contrato, es decir, en el ámbito civil y no penal. Esa era la única vía para evitar la pena de muerte.

Finalmente, gracias al trabajo del abogado y las conexiones influyentes, los jueces emitieron una sentencia favorable: Ipeñarrieta fue condenado a pagar 5.000 pesos a la Real Hacienda. No obstante, muchos de los depositantes, entre ellos posiblemente Bartolomé Murillo, no recuperaron sus fondos. A sus 50 años, Ipeñarrieta quedó arruinado y endeudado, con pocos amigos dispuestos a confiarle dinero, aunque al menos sorteó la pena de muerte.

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