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Cuatro euros decidieron el destino de Amin Boumediene, un argelino que se había escapado de un centro de menores de Almería, después de cruzar el ... Estrecho en patera a Cabo de Gata y huir «a ciegas, sin nadie ni nada», en busca de un lugar en el mundo. «Estaba en Valencia -adonde había ido llegando en autobús- y tenía 28 euros en el bolsillo. Con eso no me daba para pagar el billete a Bilbao. Costaba 32 euros. Quería ir allí porque había oído hablar de la ciudad, como Barcelona o Madrid. Pero el billete a Donostia costaba menos y por eso vine». Hay vidas que no caben en un reportaje. Hace doce años, Amin era un inmigrante sin papeles que recogía cartones de la basura para dormir en la calle en Donostia y hoy regenta su propio bar en Tolosa. No es un milagro. Amin resume su historia sin épica: «He sufrido mucho, pero he luchado también mucho. Y he visto los frutos de ese esfuerzo».
Acodado en la barra de la taberna Amaiur en el casco viejo de la villa papelera donde se siente «totalmente integrado», se cala una txapela que quiere que aparezca en la foto. «Me la regalaron los de Peñascal, les estoy muy agradecido». Peñascal es una cooperativa con programas de formación para personas en situación o riesgo de exclusión. Forman parte, como otras entidades, del engranaje social del territorio que, con apoyo de la Diputación, intenta brindar una oportunidad a quienes se encuentran en los márgenes, tenderles un puente hacia una vida autónoma. Ellos se encargan por ejemplo del Ostatu de Leaburu, donde a este argelino de 30 años se le abrieron las puertas del trabajo, y antes, las del primer lugar donde durmió bajo techo en Gipuzkoa. «Fue un piso en Beasain, de Kolore Guztiak -otra asociación a favor de la integración-», revive. Se acuerda de muchos nombres: «Miriam, Koldo Butrón, Guillermo Malkorra, Xabi, Chino , Vanesa, Mikel, Inma... hay mucha gente que se ha portado muy bien conmigo». «La policía, no», añade, «todavía hoy me siguen tratando mal por ser extranjero, con más desconfianza».
Él, como la mayoría de los que huyen de sus países, vino a encontrar una vida mejor. Y no la encontró a la primera. Cruzó el Estrecho en la frontera de la mayoría de edad. A Donostia llegó recién cumplidos los 18. Ya no era un 'mena', ese acrónimo que tanto ha sonado en la batalla política y detrás del que se esconden historias como las de Amin. Pasó casi dos años en la calle, «sobreviviendo como podía», lo que significa que no ha sido un santo pero que a la vez supo aprovechar las oportunidades que le dieron para estudiar primero y luego aprender un oficio. Recrea un mapa de todos los lugares en los que durmió, cajeros, bancos de la calle, garajes, la playa... «Nadie puede imaginarse lo que es. Vivía una situación muy difícil y no tenía ningún papel».
No tenía planeado dejar su país. Lo decidió «en una hora, no es broma», después de que un conocido que iba a subirse a una patera le ofreciera su plaza por una serie de circunstancias que truncaron su viaje. A los tres días, ya desde el otro lado del Estrecho, llamó a sus padres. «Por supuesto que no les conté que me iba a ir. ¿Quién deja a su hijo que se vaya cuando sabe que se han muerto los hijos de vecinos y de conocidos?». Desde entonces, hace ya doce años, les ha visto en cuatro ocasiones. «Esa es la parte más dura, sin duda, la distancia con la familia».
Estudió, no se salió del camino. «Y confiaron en mí», agradece. Carecía de pasaporte y sin él resulta complicado acceder a un recurso. «Me mandaron a un pueblo de Navarra con Cruz Roja durante seis meses y tampoco conseguí el pasaporte». Decidió volver a Donostia. «Estuve en Cáritas, también en Deusto, con Kolore Guztiak, aprovechaba las clases, me vieron y me dieron la oportunidad de ir a un piso» y se apuntó a un curso de hostelería con la cooperativa Peñascal. «Y ahí todo mejoró mucho». Logró el pasaporte. Y surgió otra oportunidad que no desaprovechó. Cuando cogieron el Ostatu de Leaburu confiaron en él, y le ofrecieron trabajo y techo. «Logré papeles a través del arraigo, con tres años de empadronamiento, una oferta de trabajo y sin antecedentes penales».
En 2017, en Peñascal no le renovaron, porque ya había logrado sus papeles y sus títulos y tenía que emprender la vida de forma independiente, «para que otros chavales en mi misma situación pudieran tener esa oportunidad». La buena relación con los clientes del Ostatu le sirvió para encontrar empleo, en otro bar restaurante, donde permaneció un año y, un tiempo después, recaló en la taberna Amaiur, que compaginó durante un tiempo con el trabajo en el obrador de una panadería. Cuando las personas que regentaban el bar decidieron dejarlo, le ofrecieron coger las riendas del negocio. En Carnavales hará dos años. «Y eso es todo», termina, como si fuera poco.
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