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Desde el atentado de Hamás del 7 de octubre y de la consiguiente incursión del Ejército israelí en Gaza, una de las mayores preocupaciones de ... la comunidad internacional ha sido que el Próximo Oriente no termine incendiándose. Por un lado, las actuaciones del ejecutivo de Netanyahu contra los intereses de los diferentes países de esa área y, por otra, las acciones del denominado Eje de la Resistencia (Hamás, Hizbulá, las milicias chiíes de Irak y Siria o los hutíes de Yemen), auspiciado por Teherán, no han hecho sino tensionar la zona a lo largo de estos meses. Las escaramuzas en la frontera israelo-libanesa son una prueba de ello. No obstante, la situación más grave se lleva viviendo en las últimas semanas. En concreto, desde que el 25 de marzo Estados Unidos se abstuviera en el Consejo de Seguridad de la ONU en la resolución que solicitaba un alto el fuego inminente en la Franja. Esta postura puso fin al apoyo inquebrantable que Washington había dado hasta entonces a Tel Aviv en dicho organismo. Y venía precedida por el toque de atención dado por el Tribunal Internacional de La Haya sobre los excesos de Israel en Gaza, sin que el gabinete de Netanyahu haya hecho caso, y por el hartazgo de Biden por la actitud implacable de su aliado.
Quien pudiera haber visto en esa abstención un punto de inflexión en las relaciones entre Israel y Estados Unidos se equivocaba completamente. Al contrario, ya que, a los pocos días, el 29 de marzo, el periódico The Washington Post y la agencia de noticias Reuters confirmaban que, según fuentes anónimas del Departamento de Estado y del Pentágono, la istración Biden había autorizado esa misma semana, «de manera silencios» (es decir, sin consultar al Congreso y sin publicidad), el envío de 2.300 bombas y 25 aviones de combate a Israel. Armas no sólo para atacar Gaza, sino también para avivar el conflicto, ya que ésta es la mejor manera de asegurarse el sostén incondicional de la Casa Blanca. De ahí que no es de extrañar que el mismo día en que se publicó la noticia, un bombardeo israelí provocó la defunción de 36 soldados sirios, siete de Hizbulá y otros brigadistas proiraníes, según el Observatorio Sirio de Derechos Humanos. El objetivo era un almacén de misiles del grupo chií cerca del aeropuerto internacional de Alepo, incrementando la tensión no sólo con la milicia libanesa, sino también con el gobierno sirio de al-Asad.
Aunque, sin duda, fue el 1 de abril cuando Israel dio un paso decisivo en su escalada de la confrontación, al destruir la sección consular de la embajada de Irán en Damasco, matando o hiriendo a cuantos funcionarios estaban en su interior. Entre los fallecidos se encontraba el general Mohammad Reza Zahedi, quien dirigió la Fuerza Quds, el cuerpo exterior de la Guardia Revolucionaria iraní, en el Líbano y Siria hasta 2016. Evidentemente, la acometida iba dirigida contra Irán, pero buscando el amparo y la implicación directa de Estados Unidos. Porque la estrategia de Israel consiste en golpear fuera de Gaza para no perder el soporte de la Casa Blanca. De esta forma, incluso, Biden puede seguir justificando el envío de armamento a su socio, ya que está rodeado de enemigos y necesita defenderse. ¿Acaso Washington tenía conocimiento previo de este hecho? ¿Procedió Tel Aviv sin consultarlo con los norteamericanos? En el fondo, da lo mismo porque Netanyahu logró lo que quería: un pronunciamiento claro de Biden de operar en caso de que Irán agrediera a Israel. Y eso es, precisamente, lo que ha sucedido con el lanzamiento de los 300 dronesE y misiles contra suelo israelí. El régimen de los ayatolás ha cumplido su amenaza, midiendo, eso sí, muy mucho su respuesta: ninguna víctima mortal y pocos daños materiales. La Inteligencia americana ya había advertido de la agresión. La República Islámica se da por satisfecha y ahora Biden y el resto de dirigentes piden contención a un Netanyahu más preocupado por él que por el bien de Israel. Ni Estados Unidos ni Irán desean un enfrentamiento directo, pero habrá que ver si Tel Aviv se conforma o vuelve a provocar a los iraníes para presionar a Biden.
De esta situación, a mí, personalmente, me resulta muy curioso el diferente tratamiento que se le ha dado a la entrada de la policía ecuatoriana en la embajada mejicana de Quito la noche del 5 de abril. La mayor parte de la comunidad internacional enseguida apeló a la Convención de Viena para condenar al ejecutivo de Noboa, quien consintió forzar la legación mejicana para detener al ex vicepresidente Jorge Glas, acusado de corrupción. Según esta convención, embajadas y consulados son inviolables y, por tanto, la intervención ordenada por Quito es reprochable. Pero si eso mismo pasa en Damasco con el complejo diplomático de Irán, donde, además, hubo muertos, no pasa nada y la Convención de Viena no importa a nadie. ¿No estamos nuevamente ante la doble vara de medir de Occidente y, en especial, de los Estados Unidos? ¿Y ante la impunidad sin límites de Israel?
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