La dana en Valencia, el apagón eléctrico de toda España, los colapsos de Adif-Renfe y los wasaps de Ábalos son los últimos ejemplos del ... insultante comportamiento y la nefasta gestión de nuestros políticos. Me gustaría que fueran la última gota que, por fin, desbordara el vaso de la paciencia ciudadana que los políticos llevan llenando desde hace demasiados años. Sabemos que fuera de España ocurre algo parecido, pero prefiero centrarme en lo que mejor conozco y en lo que nos afecta de forma más directa y urgente.
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Mi tesis principal es que 'nuestros' políticos y 'sus' partidos son los primeros responsables de que nuestra democracia esté cada vez más amenazada; al mismo tiempo, los ciudadanos somos cómplices por haberlos votado y responsables por permitirles que la democracia se esté acercando al abismo. Curiosamente son los políticos los que no dejan de pregonar que la democracia está en peligro, tanto para atacarse entre ellos como para recordárnoslo a los ciudadanos. No nos dejemos confundir: el comportamiento de nuestros políticos es la primera fuente que viene alimentando el descrédito y la degradación democrática mediante la polarización de la opinión pública, el desánimo, la desinformación, el engaño y la mentira, en definitiva, mediante la manipulación de la realidad. Ellos son el primer problema de nuestra democracia. Ellos y sus colaboradores más directos. Cuando digo los políticos me refiero, sobre todo, al tipo de políticos que tenemos, a la vida y la cultura política que nos han impuesto y que nosotros hemos aceptado, y que se reproduce de manera flagrante en los que nos gobiernan tanto a nivel, nacional, autonómico o local.
Se trata, por tanto, de un problema de carácter estructural, sistémico, porque trascendiendo a los políticos particulares se arraiga en las entrañas de los partidos, en el funcionamiento implacable de su maquinaria interna, tal y como se manifiesta, por ejemplo, en sus propias luchas fratricidas. Hasta tal punto que una vez resueltas éstas, sus heridas y brechas internas quedan supuestamente superadas y todos cierran filas en torno al líder triunfante con el objetivo de ganar la verdadera batalla contra el resto de partidos, la gran batalla del poder externo.
No hace falta recurrir a Maquiavelo para saber que todos los políticos –cada uno en su escala– tienen como objetivo conseguir y conservar el poder a costa de lo que sea. Este deseo de poder y este 'a costa de lo que sea' están inscritos en la naturaleza de los políticos y seguramente en la naturaleza humana. El caso es que su deseo de poder político –en principio legítimo– se canaliza y alimenta dentro de los partidos, porque es en ellos donde los políticos aprenden a ser políticos. Es en ellos donde asimilan la cultura de partido (desde «Yo me debo a mi partido» hasta «Cómo se asciende en mi partido» y pasando por la «Disciplina de partido») Es en los partidos también donde se aprende la cultura 'partidista' («Lo primero y lo último son siempre nuestros intereses»). Este proceso de 'inculturación' interna se ve ampliado cuando los políticos entran en pugna con el resto de partidos en el frívolamente llamado 'juego democrático'. Es ahí donde se aprende lo peor del corporativismo («En principio, los otros partidos son nuestros enemigos pero todo es relativo…», «Lo que no podemos es romper la baraja entre nosotros…», «Hay veces que los políticos debemos proteger nuestro trabajo…», «Hay cosas que la gente nunca va a entender…»)
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Por tanto, si de verdad creemos que los partidos y sus políticos son hoy el mayor problema de 'nuestra' democracia también debemos ser conscientes de que esos partidos y esos políticos los hemos elegido nosotros. Mis dos últimas afirmaciones conducen ineludiblemente a dos conclusiones: primera, si nuestros políticos son el problema, ellos no pueden ser la solución; segunda, si los hemos elegido nosotros somos nosotros los que debemos resolver 'nuestro' problema, entre otras razones porque los políticos como colectivo, como 'clase política', no tienen, en el fondo, ningún problema. Se trata, por tanto, de empezar a pensar, sin miedos y sin prejuicios, con conocimiento y realismo, ciertas medidas y condiciones concretas que regulen en la práctica su comportamiento y limiten su poder. Repensemos la democracia no para cuestionarla sino, al contrario, para fortalecerla y mejorarla poco a poco porque –insisto– el comportamiento de 'nuestros' políticos y el funcionamiento de 'sus' partidos es el problema más urgente que los ciudadanos tenemos por delante. Hagámoslo con tranquilidad, pero hagámoslo ya, porque aún estamos a tiempo de mejorar un poco 'nuestra' frágil y amenazada democracia.
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