Arantza, Juanma, Nereida y Amaia tienen algo en común. La vida les tenía reservada una encrucijada terrible. Todas son madres y padres de niños que ... enfermaron de gravedad. Sus pequeños precisaron de cuidados paliativos. Algunos los siguen recibiendo a día de hoy. Otros, por desgracia, se fueron. Todos estos progenitores decidieron que sus hijos pasaran por aquel trance en sus casas. En los lugares donde sus niños se encontraban seguros, cómodos, lejos del hospital al que tanto miedo habían cogido tras los repetidos ingresos. La decisión de que pasasen sus últimos momentos en el calor de su hogar les llevó a conocer la unidad de cuidados paliativos pediátricos de Cruces, de la que tanto se ha hablado esta semana después de que este periódico publicase en exclusiva que sus profesionales habían sido apercibidos por un mando del hospital tras usar un coche de Osakidetza para asistir a una niña de 4 años terminal. Algo que hicieron fuera del horario de trabajo que tienen establecido.
Todos estos padres no olvidan a Jesús Sánchez Etxaniz ni al resto de la unidad. Siguen en o con ellos. Les consideran parte de sus familias. Estos profesionales fueron las personas que les acompañaron, cuidaron y orientaron en los momentos más difíciles de su vida. Por eso están tan enfadados con lo que les sucedió.
«Cuando conocí a Jesús mi primera reacción fue de rechazo. No por él, sino porque no quería oír hablar de cuidados paliativos. Lo asociaba a la muerte», confiesa Arantza López. Aquel primer encuentro con este equipo se produjo un mes después de que a su hija Laura le diagnosticasen un cáncer muy agresivo. «Ella no quería estar en el hospital. Se encontraba más segura en casa con la seguridad de su familia», recuerda. Laura era una adolescente muy vital. «Le encantaba el deporte, practicaba taekwondo. Incluso, estando enferma, hizo la Prueba de a la Universidad desde casa. No sabía que se iba a morir», relata.
Durante todo el tiempo que Laura estuvo en casa fue atendida por el equipo de cuidados paliativos pediátricos de Cruces. A las visitas frecuentes se sumaban llamadas diarias y un mensaje cada noche para preguntar cómo se encontraba. Las semanas finales fueron más complejas. «Veía que la vida de mi hija se escapaba. Jesús y su equipo venían a casa y se quedaban el rato que hiciese falta. Nos abrazaban y cuidaban. Son personas que entienden de niños, de acompañar, de quitar el dolor... Son pura vocación y humanidad. El día que Laura se fue la noté desde la mañana que estaba mal y llamé a Jesús. Vino y se quedó hasta el final, como uno más de nuestra familia. No se marchó hasta las cuatro de la madrugada. Estuvo con nosotros en el peor momento de nuestra vida. Gracias a su labor mi hija fue feliz hasta sus últimos momentos, rodeada de los suyos», relata. Han pasado 15 meses desde la muerte de Laura y el equipo de cuidados paliativos pediátricos de Cruces sigue en o con Arantza y su familia. Les acompañan en el duelo.
Nereida Barrikarte nunca olvidará el 25 de diciembre de 2020. Aquel día los oncólogos que llevaban un año tratando con 'quimio', 'radio' y operaciones a su Ekai les dijeron que el tumor que sufría el bebé se había extendido y no había tratamiento que pudiese curarle. «Nos preguntaron cómo nos gustaría morir a nosotros y decidimos que Ekai pasase sus últimos días en casa. Tenía pánico al hospital. Lloraba cada vez que teníamos que ir. Lo asociaba a dolor y a pinchazos. Solo quería marcharse de ahí», relata. En el servicio de Oncología infantil de Cruces les hablaron de la unidad de cuidados paliativos pediátricos del hospital y tomaron su decisión. «No nos dijeron que tenían un horario. Venían siempre que los necesitábamos. Jesús y su equipo se convirtieron en parte de nuestra familia. Nos enteramos más tarde de que cuando acudían después de las 15 horas o por la noche lo hacían de forma voluntaria. Si hubiésemos sabido que tenían horario habríamos dudado si pasar los días finales en casa en el hospital», reconoce.
Esta mujer lamenta la «atención desigual» que recibe la gente que opta por «despedir a nuestros hijos en casa», frente a los que lo hacen en un hospital. En Euskadi solo hay un único equipo de cuidados paliativos pediátricos a domicilio. El de Cruces y está formado por dos pediatras, dos enfermeras y una psicóloga externa que aporta la fundación Aladina. Estos profesionales dan cobertura a la población de Bizkaia. En Álava y Gipuzkoa no existen equipos específicos. Esa prestación la dan equipos de hospitalización a domicilio de adultos.
En esa situación se encontró Amaia Madariaga. Esta gernikesa residente en Zumarraga decidió junto a su familia que su hija Elene disfrutase de sus últimas semanas en casa «para evitarle que se sintiese enferma». En casa hacían teatro, bailaban o le dejaban comer lo que a Elene más le gustaba: el chocolate. «Quisimos que se siguiese siendo una niña hasta el final».
Amaia es médica de profesión. Esto le da una visión experta sobre la complejidad que entraña la atención a estos niños. «Son pacientes muy delicados y tanto ellos como sus familiares viven situaciones muy difíciles. Por eso se necesita que les atienda un equipo superformado y muy sensibilizado. No vale cualquiera», asegura.
Enfermedades sin cura
La de cuidados paliativos pediátricos de Cruces es, en realidad, una unidad de hospitalización a domicilio infantil. Atiende a una media de 80 pacientes al año, de los que entre 6 y 8 se encuentran en una situación terminal. La mayoría padecen otras patologías, muchas de ellas raras o neurodegerativas que no tienen cura. A estos niños frágiles les atienden en casa para evitarles constantes ingresos hospitalarios y, con estos cuidados paliativos, darles una mayor calidad de vida, tanto a los pequeños como a sus familias.
Juanma Sánchez y Susana son padres de Enara, una simpática niña de 7 años que nació con una miopatía inusual. Los músculos no le funcionan. Su hermana gemela sufría esta misma patología y falleció a los 8 meses de nacer. «La vida de Enara y la nuestra son difíciles. Necesita muchos cuidados y la gestión del tiempo es complicada. Mi pareja y yo tenemos jornada reducida. A esto hay que sumar la parte emocional. La niña tiene una media de entre dos y tres ingresos al año en la UCI. Es como tirar una moneda al aire porque no sabes cómo va a salir de ahí», señala.
La atención que les da la unidad de Sánchez Etxaniz «es a demanda» y gracias a ellos se han ahorrado numerosas hospitalizaciones. «Vienen a casa, la auscultan, le pautan o ajustan el tratamiento. Para nosotros y para la niña supone comodidad y confort. Nos da calidad de vida y es algo que no tiene precio», detalla.
Por eso la advertencia que recibió este equipo por parte de un mando de su hospital por trabajar de forma voluntaria fuera de su horario ha enfadado tanto a las familias que en algún momento han recibido la asistencia de estas personas. Sienten rabia. Más aún cuando la labor que hacen, acompañar y cuidar en situaciones muy difíciles, en muchos casos en la muerte, es tan dolorosa. Para ellas lo que Salud debería hacer con los integrantes de equipo «no es sancionarles, es ponerles un monumento, porque son de lo más humano que tiene Osakidetza».
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