Las actuales migraciones trasnacionales han producido cambios profundos en nuestro tejido social. Una realidad que ha supuesto un innegable enriquecimiento para la sociedad vasca pero ... también, y es normal, conflicto. Por eso es más necesario que nunca repetir hasta la saciedad que el 95% de la población migrada, especialmente joven, se integra sin problemas en el mundo educativo, laboral y asociativo de nuestra tierra. Quienes pueden presentar comportamientos antisociales, como ocurre en cualquier otro ámbito de nuestra vida social, no representan ni el 5%. Un colectivo minoritario, mínimo, repito, pero que tiene gran significación social si hechos delictivos de poca monta afectan a nuestro hijo, a nuestra madre o al piso que tenemos alquilado. De ahí surgen el descontento, el malestar, el cuestionamiento de nuestras políticas o la polémica sobre la justicia o laxitud de nuestras leyes. Con esos ingredientes y con la ayuda de la «imaginarización abultada» (Mauro Cervino, 2006) los rumores se desarrollan y calan en la población magnificando el comportamiento negativo de los menos y olvidando el positivo de los más.
Las declaraciones en 2015 del entonces alcalde de Vitoria, Javier Maroto, sobre el colectivo magrebí y las ayudas sociales generaron un revuelo en la ciudad que le costó la Alcaldía. Una década después, representantes del PNV, incluso el lehendakari Imanol Pradales, piden hablar de inmigración ordenada, de repensar las ayudas sociales y de obligaciones, no solo derechos, para quienes hasta nosotros llegan.
¿Qué ha pasado? Muchas cosas, pero fundamentalmente han pasado diez años. Y esta década, marcada por el descenso de la natalidad y el envejecimiento poblacional, se ha visto influida por las muchas ventajas de la 'interculturalidad pero también por los efectos problemáticos, subrayo de nuevo que minoritarios, asociados, como son la pobreza o la marginalidad, sobre los que mi irada Adela Cortina tendría mucho que decir.
Desde hace más de dos décadas y en el marco del Curso de Educación Intercultural de la Universidad de Deusto, intentamos transmitir al alumnado que una sociedad intercultural se construía, no desde la folclorización de la inmigración, sino desde el trabajo en ciudadanía, en el que está ineludiblemente instalado el binomio derechos-obligaciones con el que todos debemos contribuir. Precisamente en el paraninfo de Deusto, el profesor de la Universidad de Barcelona Miguel Pajares nos decía: «Si en una familia, inmigrada o no, el marido impone ciertas restricciones de movimientos a su esposa porque lo mandan las tradiciones, lo que se está contraponiendo es el derecho del marido a mantener ciertas prácticas culturales con los derechos civiles de la mujer. Cuando encontramos en la población inmigrada pautas culturales contrarias a la igualdad, o a los derechos de la infancia, o a la laicidad, o... la respuesta deberá ser el diálogo y la crítica dirigidos a la desaparición de dichas prácticas».
Lo cierto es que durante años la consigna ha sido 'no hablar de ello' para no estigmatizar a un determinado colectivo. Hemos aplicado planes antirumores en centros educativos y cívicos y no hemos conseguido frenar el impacto negativo de esa ínfima parte de la población migrada que echa por tierra nuestro trabajo y contribuye al aumento de ciertas ideologías perversas que han encontrado ahí parte de su alimento. Reconozcámoslo, con nuestra política de silencio hemos dado balones de oxígeno al monstruo que crece, y ahora –tarde, hay que decirlo– ese incremento asusta a las fuerzas políticas, que temen que escapen por ese 'rebosadero social' un número cada vez más significativo de votos.
Vuelvo a la actualidad. Opino que abrir el debate es saludable. Intentar reflexionar sobre qué hemos hecho mal y qué podemos mejorar al respecto me parece una competencia irrenunciable de la política que busca el bien común. Otra cuestión es si algunos de los argumentos utilizados resultan cuestionables o peligrosos, pero en principio decidir abandonar la filosofía del 'de esto mejor no hablar' es positivo. Hablemos de la residencia para refugiados de Arana en Vitoria, hablemos sobre si las ayudas deben repensarse, sobre qué hacer con delincuentes reincidentes. Eso sí, pediría que se haga sin renunciar a la humanidad y a la justicia social, en primer lugar. Después demandaría realidad y abandono de posturas anacrónicas. Decía Aitor Esteban que «es posible que el próximo líder del EBB se apellide Hassan, Diop o Iriarte. De lo que no tengo ninguna duda es que su única patria será Euskadi». En el siglo de las identidades múltiples, deberíamos aceptar que el sentimiento patrio, y no es nuevo, puede ser también diverso y plural. Pero, está bien, hablemos también de ello.
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.