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La cita era a las 14 horas de este lunes. Tras casi una semana achicharrado políticamente por la compra de 15 millones de balas a ... Israel pese a haber prometido que cancelaría el contrato, Fernando Grande-Marlaska iba a pronunciarse en un almuerzo en el Club Siglo XXI, en Madrid. Una comida rodeada de una notable expectación y en la que el ministro del Interior sabía que se jugaba mucho. Representantes de Sumar, su socio en el Gobierno, pedían su cabeza. Algo que a lo que ni siquiera se atrevió Podemos en junio de 2022 cuando decenas de subsaharianos perdieron la vida en la valla de Melilla durante las cargas de las fuerzas marroquíes, en una respuesta a la avalancha que fue avalada por el titular de Interior.
A la postre, Grande-Marlaska salió vivo de la crisis política en que derivó la tragedia en el paso del Barrio Chino. Las imágenes de los cadáveres de los inmigrantes sudaneses agolpados en una zona de soberanía compartida 'de facto' no lograron tumbarle porque cuando más acorralado estaba en el Congreso, en noviembre de 2022, el huracán por la decisión del presidente Sánchez de suprimir el delito de sedición para contentar a sus socios independentistas acabó alejándolo del foco.
Pero esta vez parecía imposible que Grande-Marlaska saliera del atolladero aunque permaneciera en el Gobierno. Romper la promesa de que iba a finiquitar el contrato de las balas y acabar dedicando de tapadillo, en pleno Viernes Santo, seis millones de euros a la compra de munición a uno de los más conocidos conglomerados armamentísticos de Israel, que además hace proselitismo en las redes sociales de los bombardeos en Gaza, fue demasiado, incluso para Moncloa. La situación se fue a negro para Marlaska el 24 de abril, cuando el propio Sánchez, en una evidente desautorización y menos de 24 horas después de que Interior afirmara que había sido imposible cancelar el contrato por el perjuicio que ello iba a causar, ordenó rescindir la adjudicación.
El gesto adquiría una mayor relevancia porque era la primera vez que el jefe del Gobierno dejaba a la intemperie a su ministro del Interior, miembro del limitado cuarteto –sus otros tres integrantes son la hoy vicepresidenta primera, María Jesús Montero, Margarita Robles (Defensa) y Luis Planas (Agricultura)– que sobrevive junto al líder socialista desde que desalojara de La Moncloa a Mariano Rajoy en 2018. El «ministro Duracell», como le motejan algunos que le estiman, se arriesgaba, en esta ocasión sí, a perder el mote.
Pero 87 minutos antes de esa esperada comida del lunes, España se apagó. La Moncloa lo reclamó de urgencia y el ministro comenzó a salir de la penumbra política y recuperar brillo. No solo evitó tener que dar explicaciones. En un trance colectivo excepcional, el ministro vio la luz: el tren que amenazaba con arrollarlo dio un volantazo y él enfiló el desafío de amarrar el control del orden en un país que se había quedado súbitamente a oscuras. La tarde del fatídico 28 de abril y una vez que la mayoría de las comunidades gobernadas por el PP y la socialista de Castilla-La Mancha solicitaron al Gobierno que declarara la emergencia nacional, el ministro vasco amenazado por ETA se erigió en faro al ser él quien tenía que asumir el mando en esa situación crítica.
Sea por buena gestión, por el civismo, por suerte o por todo al tiempo, lo cierto es que ni en las ocho comunidades que pidieron el paraguas de Interior ni en ninguna otra se produjo un solo capítulo reseñable de desórdenes públicos. Ni saqueos ni vandalismo. Nada de nada. El rápido despliegue de 30.000 policías y guardias civiles –se ufana el Gobierno– fue clave.
La crisis de las balas había trocado en un escenario inesperado que volvía a recargar las baterías del titular de Interior. Y eso que había llegado al último berenjenal señalado, además, por el 'caso Ábalos' y sus derivadas del 'Delcygate', la compra de mascarillas a la trama o la implicación de mandos de la Guardia Civil en la red tejida por Víctor de Aldama. Da igual. Otro pase de pantalla, aunque esta vez con el revés del presidente. Pero otra vez airoso, como ha acabado ocurriendo en las tres decenas de escaramuzas en las que se ha visto envuelto en los últimos siete años.
Los tribunales han vapuleado a este incombustible juez en excedencia en su batalla con el comandante de la Guardia Civil Pérez de los Cobos, al que destituyó por no informarle de las investigaciones sobre la propagación de la covid el 8-M de 2020. Su política de nombramientos de afines y ceses fulminantes de desafectos no le ha acarreado ninguna consecuencia: ni cuando defenestró al icónico jefe de la UCO Manuel Sánchez Corbí o al exdirector del cuerpo Félix Azón; ni cuando reinventó un puesto técnico para convertir en número tres del departamento a José Antonio Rodríguez González, más conocido como el 'comisario Lenin'.
Siguió en su puesto tras acusar a Vox de azuzar la homofobia tras la denuncia falsa de una agresión a un gay en Madrid. Y no pidió disculpas a Ciudadanos cuando su comitiva fue atacada en la fiesta del Orgullo de 2019 después de que él mismo le recriminara por «pactar de forma obscena con quien limita derechos LGTBI» y vaticinar que «eso debe tener consecuencias». Tampoco se retractó cuando en pandemia aplaudió la patada en la puerta para «atajar fiestas ilegales» en pisos turísticos. Y cargó con el reproche de la incongruencia por acogerse a la ley mordaza' que había prometido derogar como herramienta para sancionar en el primer estado de alarma.
No le han pasado factura irreversible los os de su jefe de Prisiones con el entorno de los presos de ETA o la paralización judicial de las devoluciones de los menores que entraron a Ceuta, tras un apaño con Marruecos. Y ha salido igualmente indemne de algunos 'charcos' más personales, como cuando en octubre de 2019 se fue de cena a Chueca mientras Cataluña ardía por las protestas contra la sentencia del 'procés'.
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