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Alfredo Pérez Rubalcaba tenía una ventana en su vivienda del Ministerio del Interior, en la Castellana desde la que en los días claros oteaba ... muy en la lejanía la sierra de Guadarrama. La visión de las cumbres nevadas le recordaba a su tierra natal de la Montaña cántabra. Eran años duros, en los que ETA aún golpeaba, pero se intuía el final.
Luego vinieron tiempos frenéticos en los que Rubalcaba discutía con Jesús Eguiguren sobre las conversaciones abiertas en el caserío Txillarre de Elgoibar con Arnaldo Otegi y que después continuarían en Ginebra y Oslo con 'Josu Ternera'. Pérez Rubalcaba no ocultaba su desconfianza sobre la primera negociación y sobre la sinceridad de Otegi. Pero todo el proceso estaba bendecido por el presidente Zapatero. Todo un sistema de frágiles equilibrios plagado de sobreentendidos que al final desembocaba en una hoja de ruta común.
En el documental 'El fin de ETA' -que relata la rocambolesca historia de aquellos años- Rubalcaba explicó cómo se gestó todo. «Fue el mejor final posible: la derrota», sentenciaba. La estrategia era doble pero sincronizada. Por un lado, la firmeza policial. Y a la vez el diálogo para incentivar la vía política en los hedereros de Batasuna y arrinconar a los 'halcones'. La combinación de ambos factores fue decisiva para que la izquierda abertzale presionara para el final.
Pérez Rubalcaba siempre pensó que aquel final 'limpio' fue todo un producto histórico de verdadera orfebrería, que con el Gobierno de Rajoy no hubiera sido posible. Cuando Rubalcaba y Eguiguren explicaron juntos las claves del final de ETA en el último congreso del PSE condensaban aquella estrategia entonces demonizada por el PP. Discrepaban del diagnóstico, porque Rubalcaba insistía en que fue la Guardia Civil «la que convenció» al final a la izquierda abertzale. Es decir, el terrorismo terminó porque la presión policial precipitó la derrota de ETA y provocó un cambio en la relación de fuerzas. Rubalcaba había pasado muchas horas leyendo en la biografía de Mario Onaindía cómo se produjo la reconversión de los polimilis y su posterior disolución. Temía que nunca se iba a volver a producir aquella apuesta autocrítica. Eguiguren, por su parte, sin restar mérito al trabajo de las fuerzas de seguridad, subrayaba el influjo del cálculo político y social que hacía la izquierda abertzale, que veía que con la violencia su proyecto podía irse al garete.
Aquellas disquisiciones teóricas alrededor del final de ETA -complementarias más que contrapuestas- constituyen uno de los relatos menos conocidos pero más precisos de la intrahistoria del relato vasco de los últimos años. Unas diferencias suavizadas porque la historia acabó con la derrota de la violencia sin que se hubiesen producido concesiones ni contrapartidas políticas. Era, en su análisis, el final llevado a cabo de la forma menos traumática posible, aunque sin que el PSOE, itían ambos, hubiese capitalizado políticamente la paz en Euskadi. La preocupación de Rubalcaba era que el relato se escribiera bien, no de forma adulterada.
Vértigo escénico
Rubalcaba siempre iró el coraje de los socialistas vascos en su resistencia frente a ETA. Solo cuando el PSE se decantó por llevar a Patxi López a la Lehendakaritza, hace diez años, el entonces ministro del Interior sintió cierto vértigo escénico. Desplazar al PNV de Ajuria Enea, confesaba en privado, era un movimiento de riesgo que podía radicalizar al nacionalismo institucional. Un escenario que le inquietaba en un principio aunque después llegó a la conclusión de que también sirvió para acelerar el final. Siempre fue un entusiasta del entendimiento entre nacionalistas y socialistas como un elemento de estabilidad estratégica en la política española y un ferviente defensor del Pacto de Ajuria Enea. En su opinión, «la mejor estrategia para aislar a ETA era ganar la batalla de la opinión».
Entonces, desde el PP se criticaba el 'maquiavelismo' de Rubalcaba, al que llamaban Fouché, en alusión al hábil personaje de la Revolución sa que logró mantenerse con el Imperio napolénico como ministro de la Policía. Rubalcaba escuchaba divertido la comparación. «Solo soy un químico y un superviviente de la vieja guardia», recalcaba con ironía.
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