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Si no fueran ya cenizas, los huesos de mi madre se estremecerían. Catorce años tenía cuando estalló la guerra. Tras el 13 de septiembre del ... 36, cuando «40 requetés navarros rompieron la cadena marxista que oprimía San Sebastián» (sic, se leía en el monolito hoy sustituido por una estatua de Leizaola) huyó a Madrid, ciudad de la Gloria, capital del Dolor (sic, Max Aub). Fue feliz en aquel mundo del revés. Pasó un hambre infame. Con cáscaras se comía los cacahuetes y siempre odiaría al buen político que fue Negrín porque les prometió lentejas. Y se las dio.... con gusanos.
Murió entrado el XXI sin entender cómo era posible que las nuevas generaciones pidiésemos pan negro cuando ella besaba el blanco y no porque pudiera convertirse en el cuerpo de Cristo. Nunca comprendió que comiésemos brotes de alfalfa. Menos el algarrobo, ella que en Argüelles hubiese matado por un gramo de cacao. Ayer vi en un mercado orgánico leche de... ¡alpiste! Los huesos de mi madre habrían crujido.
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