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Los asaltos vandálicos a las instituciones representativas en Washington y en Brasilia no son idénticos, pero responden a un denominador común, que no es ya ... el cansancio de la democracia, sino su fragilidad frente a los movimientos políticos que buscan su destrucción. Con fuerza muy superior desde la extrema derecha, pero también teniendo representantes en la vertiente opuesta. Están unidos con el pasado por su carácter de expresiones de una política de masas, heredada en esto de los antecedentes fascistas del primer tercio del siglo XX; asimismo en su voluntad de aparecer como instrumentos de una concepción soteriológica del poder que acaudilla un redentor, llámese este Trump, Bolsonaro o Maduro. Y se encuentran hermanados también en el recurso a la violencia como medio para alcanzar un monopolio de poder político y mantenerlo contra toda oposición. De ahí la centralidad que en sus tácticas desempeña un discurso maniqueo, de absoluta simplicidad en su pretensión de constituir un bloque homogéneo con sus seguidores y de aplastar a todo oponente.
El añadido de la etiqueta de 'posfascismos' no aporta demasiado, por cuanto su finalidad inmediata es de exaltación de posiciones y mitos ya consolidados, de añeja raíz nacionalista, y no de construir el nuevo hombre soviético, fascista o ario perfecto, objetivos de los totalitarismos en los años 30. Por eso también su proyección imperialista se construye como un regreso al túnel del tiempo, en torno al nativismo americano, el bolivarismo o la grandeza de la Rusia zarista. Pero la importancia de todo esto es secundaria ante su vocación de dar una respuesta ferozmente autoritaria a una situación de inseguridad social, acuñada en el último cuarto del siglo XX e imperante desde la crisis económica que acaba estallando en 2008.
Aquí de nuevo enlazan con los viejos fascismos: la degradación del sistema económico propicia tanto las salidas populistas como el camino hacia un nuevo totalitarismo, que se asienta en el odio como componente inevitable y resorte de la movilización de masas. Los ejemplos de Estados Unidos y Brasil son útiles para entender que en sus casos no se trata solo de acabar con los judíos, los comunistas, los 'enemigos del pueblo' o cualquier otro chivo expiatorio. El enemigo a abatir es pura y simplemente la democracia.
Es preciso recordar que igual que ocurrió con los totalitarismos clásicos, el estallido es el punto de llegada de un proceso. En el curso del mismo, al tiempo que se afirman sociológica y políticamente las corrientes antisistémicas, va fracturándose el consenso democrático que tuvo por núcleo en Occidente una entente de fondo entre las socialdemocracias –apuntaladas en países como Italia por el Partido Comunista– y el conservadurismo democristiano. Baumann sigue siendo muy útil para entender cómo esa base estructural de la confianza democrática cede paso a una sociedad líquida, sin cohesión interna, con la afirmación progresiva de estrategias individualistas de adecuación y sobrevivencia.
Lo ocurrido en Francia refleja bien el fenómeno: el lepenismo no solo encuentra hoy base en las capas populares, sino que asciende por capilaridad hacia profesionales e intelectuales. También Francia es un ejemplo de que la presión sobre el núcleo democrático del régimen –encomendado al personalismo de Macron– se ejerce con intensidad creciente en pinza desde la extrema derecha de Marine Le Pen al izquierdismo populista, de Mélenchon.
Con notables variantes, el modelo español se acerca al francés. Sobre la plataforma del PSOE, Pedro Sánchez se encamina hacia un régimen autoritario en el que con su última conquista del Constitucional ejerce el mando sobre los tres poderes, eliminando todo pluralismo dentro de los mismos. La manipulación del discurso nos ha llevado a una nueva versión del conocido 'el jefe no se equivoca', ahora en nombre del 'progresismo' (o retroprogresismo, que diría Savater). Vemos cómo el bloque progre del TC, así ya bautizado, se reúne para tener un solo candidato. La presidenta del Consejo de Estado nos dice que la cosa sirve para «el diálogo y el consenso», no para garantizar la juridicidad, y que todo va bien aunque el Gobierno no le consulte en las «proposiciones» (sic) de ley. Etcétera. Mientras con Iglesias contra Yolanda y en su nueva tele, ya tenemos en UP un buen factor de erosión antidemocrática. Lo que siempre quisieron ser.
Balance: más tensión frente al PP, que por su parte ha mostrado su enorme torpeza al olvidarse de la condena a Bolsonaro con tal de meterse con Sánchez. Su fondo ideológico permanece en buena parte contaminado: ninguna prueba más evidente que el monumento en la capital, con el legionario disparando, al lado del consagrado a la Constitución. Y Vox feliz a su lado. Parecen empeñados en revivir el mito del odio entre las dos Españas. En ese sentido, no estamos para nada vacunados.
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