-(Ríe) Jo, pues de bastantes cosas. La más clara, la de actuar siempre con más improvisación de ... lo que ha parecido. En el conjunto de mi carrera, de no haber sido más culto en la fase de construcción del Poder Judicial. Yo sabía algo de Derecho, pero sobre lo de 'ser juez' solo tenía intuiciones. Luego he ido descubriendo la aportación fundamental de la jurisdicción al Estado democrático de Derecho. Si lo hubiera sabido desde el principio, quizá habría podido hacer más... Pero es que ha sido todo bastante fácil. Y en estos 32 años nunca me he dicho 'hasta aquí hemos llegado'. Algunos días he dormido mal, pero jamás me he arrepentido.
Todo empezó a finales de los 80, a cuenta de unos relatos «inmorales» sobre la República. El entonces abogado y profesor universitario Juan Luis Ibarra (Sopelana, 1948) pleiteó de la mano de una asociación vecinal contra el Ayuntamiento de Bilbao por censurar un premio literario y quemar los ejemplares ganadores. Venció la libertad de expresión e Ibarra encontró su lugar en el mundo: quedó una vacante en aquella sala de lo Contencioso y alguien se acordó del «chico de los cuentos». Tres décadas después, la última en la Presidencia del TSJPV que conquistó sin figurar en las quinielas, Ibarra se jubila el 21 de junio. La emoción de la despedida cuaja esta mañana el silencio con mascarilla del Tribunal Superior. Su señoría hace balance más suelto, más libre, que de costumbre. El 'señor magistrado Ibarra' comienza a reencarnarse en el 'ciudadano Juan Luis'.
-Ha ido aprendiendo a ser juez, pero ¿también a ser demócrata? Usted no votó la Constitución.
-Bueno, yo creo que cuando me hice juez ya era demócrata (se carcajea). Siempre hay un momento en el que el juez se encuentra con 'el' caso, el caso difícil. Y ahí tienes que tener claro el sentido de Estado, que es ser demócrata pero ir más allá. Estos días he participado en la decisión sobre dos recursos de apelación en los que se imponía la prisión permanente revisable. Yo estoy en contra. Pero los firmé con plena conciencia. Es eso o te vas a casa.
-¿Fue una de esas noches en las que uno descansa mal?
-Sí, pero ¿sabe qué me permitió dormir? Que decidirá el TC.
-¿Y cuál fue 'su' caso, su caso difícil?
-Una emisión de la Diputación de Bizkaia de deuda pública que nos hizo sudar mucho. Sabíamos los riesgos que tenían ese tipo de operaciones financieras desde la perspectiva de los delitos trasnacionales. Y no hablaré más.
-Aquello le costó un enfrentamiento con José Luis Bilbao. ¿Se restableció la relación con el exdiputado general?
-No estoy muy seguro... (ríe)
-Sostiene que ha sido «bastante fácil». Pero ha padecido la persecución de ETA y su mandato termina con un virus que lo ha puesto todo patas arriba.
-Al final, cuando estás en grupo y el grupo tiene claro lo que quiere, aunque esté lleno de miedo, las cosas no son tan difíciles. Y la memoria es muy selectiva. Hay un período, de 1996 a 2001, en el que se concentran dos elementos. El primero es el proceso de señalamiento de los jueces, de cosificación. Nos llaman 'buitres', se hacen pintadas y ETA escribe que no somos «reciclables»; es decir, que somos basura no reciclable. El otro elemento fue la ausencia de una respuesta institucional mínimamente contundente. Se firmó un pacto en Lizarra con las fuerzas que alentaban ese señalamiento y sus líderes de opinión nos dijeron que «ancha es Castilla». Que aquí tenía que constituirse un Poder Judicial distinto. Fue muy duro, pero cuando pensábamos que todo estaba perdido con el asesinato de José Mari Lidón el 7 de noviembre de 2001, ETA fracasó en su proyecto de convertir a los jueces en enemigos existenciales del pueblo.
-¿El asesinato condujo a ese fracaso?
-Tuvo algo de sacrificial. Fue tan bestia que hasta la comunidad que podía dar alguna cobertura al discurso de ETA se asustó. Y supuso un punto de inflexión en la respuesta institucional. El sistema de protección fue fulminante. Y no se produjo un aislamiento social. La amenaza contra los jueces comenzó a verse como algo humano, como el problema de unas personas a las que se estaba asfixiando para que desistieran. Para que se marcharan.
-¿Que el crimen contra Lidón no tenga autor condenado es la amargura que se lleva consigo?
-El asesinato ha sido juzgado y el acusado fue absuelto... Prefiero no hablar de ello, la verdad. Fue un juicio en el que la viuda y los hijos de Lidón, en vez de encontrar amparo en la justicia, sufrieron. Y eso no puede ser. No digo que la sentencia sea injusta, pero no me puedo conformar con esa forma de hacer justicia.
-¿Solo es posible hallar consuelo si hay condena?
-No, no. El problema es la forma de tratar a las personas que comparecen ante un tribunal.
-¿Hablaría de deshumanización?
-Sí.
-¿Se la atribuye a alguien? ¿A sus colegas, a la Fiscalía...?
-No, no, no. No me toca a mí juzgar eso. Yo veo el resultado. Y el resultado es que para la familia el enjuiciamiento fue un dolor añadido casi 20 años después.
-Usted tiene la conciencia del superviviente, de que ETA intentó matarle.
-Sí... Pero son cosas que también se olvidan. Es una conciencia muy especial, porque en realidad no te lo acabas de creer. Es ese día en el que te dicen 'mire, en los papeles aparece que estuvo en tal fecha en tal sitio, lo estaban anotando'. Nunca fui objeto de un atentado inminente, pero sí de una amenaza tangible. Y la reacción es no creértelo.
-Le llamó Interior, supongo.
-Me dijeron 'venga por comisaría' y, en el camino, uno se lo va imaginando. Luego hay un policía que te lo explica, que te dice que tomes medidas que yo ya estaba adoptando... Llevé escolta desde 1994 hasta 2015.
-Veinte años sabiendo que querían asesinarle, ¿solo se sobrellevan pensando que no lo harán?
-Sí, pero también hay un cierto reto. Un momento en el que te dices: '¿Cómo? ¡Estaría bueno, como que me voy a dejar matar!'. Casi todos los atentados tienen una facilidad: que te pillen desprevenido. Y no tienes que estar prevenido en tantas cosas: no dejar pistas, mirar al entrar en un coche y en el portal, descabalgar los horarios del fin de semana, colocarte frente a la puerta en una cafetería... A mí me costó quitarme esa manía. Resulta que ETA ya se había disuelto y yo seguía mirando hacia la puerta. ¿Eso deja heridas psicológicas? Creo que a mí no. Pero también lo he podido hablar mucho con mi mujer, fundamental, y con otras personas. Lo hemos verbalizado muchísimo. El miedo, pero también la resistencia. Y el 'modus operandi' para que no lo consiguieran.
«Dijeron que éramos basura no reciclable y quisieron destruirnos. Ibarretxe no lo vio.#O no lo quiso ver»
señalamiento a los jueces
«Eso es fruto de la idiotez. Que no aprecien que tienen una segunda oportunidad y lo desaprovechen me parece patético»
-Eso exige una disciplina mental y una entereza moral a prueba de bombas, si me permite la expresión. ¿De verdad nunca quiso tirar la toga, ni siquiera el día que matan a Lidón?
-Aquel día menos que nunca.
-Pero alguna vez flaquearía...
-Claro. Y entonces te vas el fin de semana a La Rioja sin decírselo a nadie... (sonríe).
-¿Tiene la sociedad una deuda con usted, con los amenazados?
-No, no, no quiero deudas de ese tipo. Si tienes un ámbito en el que desarrollar tu vida, todo esto tiene que ser circunstancial. Tenemos varias vidas y hay que pasarlas con algún aprendizaje.
-¿Continúa pensando que nos harán falta dos generaciones para limpiar la escombrera dejada por la violencia?
-Lo pensé cuando ETA entregó las armas y lo sigo pensando. Que se haya escrito 'Patria' o se haya rodado 'La línea invisible' es muy importante; importante para captar la atención de quienes tienen ahora 16 o 18 años. Aunque la tendencia es a no ir muy deprisa. Las fuerzas políticas que se constituyeron a raíz de la disolución de Batasuna tenían que haber hecho un esfuerzo mayor por transmitir la verdad obvia, que no se puede asesinar. Que no hay heroicidad, sino tragedia; o acabarás loco o acabarás muerto. Que los jóvenes lo vean como una tragedia permitirá dar el paso para que nuestros nietos nos pregunten.
-¿Y qué le va a contar al suyo?
-Que el abuelo fue terco contra ETA.
-¿Esa falta de autocrítica de la izquierda abertzale es lo que lleva al retorno de los sabotajes?
-Sí, pero eso, además, es fruto de la idiotez humana. No creo que debamos exigir a nadie que sea demócrata, pero sí que no haga tal exhibición de idiotez. Que no hayan descubierto aún que hay caminos para la reinserción, para una segunda oportunidad, y lo desaprovechen me parece patético.
Arzalluz, Goirizelaia, Biurrun
-Echemos la vista atrás sobre tres momentos de su trayectoria. El primero: Arzalluz, paraguas en ristre entonando el 'Eusko Gudariak' junto a la multitud reunida ante el Tribunal Superior en protesta por el enjuiciamiento de Atutxa, Knörr y Bilbao. ¿Creyó que ese día tocaban fondo en la deslegitimación social de los jueces?
-Hubo momentos de pesimismo, pero la sociedad seguía llenando los palacios de justicia. La justicia es un servicio público esencial, la gente acude a él a resolver sus conflictos. Una sociedad que no preste ese servicio está condenada al fracaso. Eso fue lo que mantuvo a la istración de Justicia, que la sociedad no podía -ni quería- prescindir de ella ni de los jueces. Pero las apariencias eran tremendas, desde luego. Que íbamos a pasar a ser interinos, ese era el mensaje; que los que estaban por llegar iban a ser los verdaderos, 'nuestros jueces'. Por eso reclamábamos a los lehendakaris que dijeran que 'somos sus jueces'. Lo hizo Patxi López.
-¿Echa de menos ese gesto en Urkullu?
-No, Urkullu no es López ni falta que lo sea. Pero la deslegitimación sostenida no se iba a corregir solo con cosas como estabilizar las plantillas, requería de gestos simbólicos. López hizo ese gesto. Urkullu ha hecho otros, pero ese ya estaba hecho.
-¿Se ha reconciliado con el nacionalismo gobernante?
-No es esa la palabra, yo no soy nacionalista. Con lo que quería reconciliarme era con las instituciones gobernadas por el nacionalismo, que es un matiz. No creo que la ideología sea tan importante en el sistema democrático como la asunción de los deberes institucionales. Y Ardanza y Urkullu asumen esos deberes sin duda.
-Deja fuera a Ibarretxe,
-Porque planteó otra cosa. Se quiso destruir el Poder Judicial y él no lo vio. O no lo quiso ver.
-Segunda instantánea. Recibe en este despacho a Jone Goirizelaia, parlamentaria de EH Bildu y abogada de presos de ETA.
-Sí, fue significativo. La recibí como presidenta de la comisión de Justicia del Parlamento. Creo que los dos nos sentíamos con la memoria de otros discursos, de otras conversaciones, de otros momentos menos gratos. Y creo que los dos descubrimos que podíamos hablar, en ese nivel del lenguaje institucional.
-El tercer instante: su ruptura con Jueces para la Democracia a cuenta de la euskaldunización tras un choque con Garbiñe Biurrun. De aquí a una semana, usted va a cederle a ella el mando en funciones de este Tribunal.
-Paradojas de la vida. El debate que nos rompió fue, sí, el de la lengua del juez. Hoy no hay nadie que, al hablar de justicia y modelos lingüísticos, no distinga entre la lengua del juez, la del proceso, y los derechos de los litigantes. Pero en aquella época, por falta de cultura, lo que nos preguntábamos es si en un país bilingüe, el juez -no el proceso ni el litigante- tenía necesariamente que saber euskera. Hubo quienes defendían que había que reconocerlo y nosotros decíamos que eso colocaba en una posición de déficit al 99% de la Judicatura. El conflicto se trasladó a la Prensa y, como no hemos venido a esta vida a sufrir, nos dimos de baja.
-¿Las heridas con Biurrun se han restañado?
-¡Sí! Todos hemos hecho tonterías de jóvenes… (ríe)
-¿Qué va a hacer el 22 de junio?
-Bueno, ese día descansar. A partir de entonces, y como para mí el Derecho es una práctica social, ahí voy a continuar. He aceptado una invitación para un proyecto sobre formas alternativas de resolución de conflictos y tengo otra para retomar el Derecho de Extranjería con una ONG. Pero lo que me gustaría, sobre todo, es recuperar mi condición de ciudadano en sentido pleno y activo, poder ir a las manifestaciones de los lunes al sol (se carcajea).
-¿No tiene un poco de vértigo?
-Sí, echaré esto de menos. Aunque dicen que se te quita rápido.
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