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Ricardo Aldarondo
Lunes, 30 de septiembre 2019, 06:37
No podía haber salido más redonda la operación: comenzó con la elección (y la aceptación) de Penélope Cruz como bandera del cartel, y del ... Festival, y terminó con una entrega del Premio Donostia memorable, en la que la aparición de Bono solo fue la guinda (¡pero qué guinda!), con la actriz colocándose en la leyenda de las entregas del galardón, a la altura de Bette Davis, Meryl Streep y Richard Gere.
Todo fue glorioso en torno a Penélope: su elegancia, su emoción, un discurso fabuloso desde lo íntimo a lo social, la generosidad de Bono hacia su amiga y hacia el Festival de Cine de San Sebastián, el milagro del equipo de producción del Zinemaldia de sacar adelante esa misión imposible y secreta, la interminable ovación del público y el delirio cuando apareció el cantante de U2, y el papel de Rebordinos como maestro de ceremonias con suspense. Esos quince minutos de gloria llegaron en el momento perfecto, para relanzar al mundo el Zinemaldia (una foto jugosa como las de Cannes), y para impulsar una edición que evidenciaba ciertas debilidades.
Últimamente teníamos la sensación de que al Premio Donostia le falta sentido del espectáculo, con el director del Festival cumpliendo demasiadas veces el cometido de 'entregador'. Lo de Bono rompe por completo esa tendencia, claro, pero ha sido una cosa excepcional. Sin llegar a eso, porque va a ser imposible, habría que intentar que las galas del Donostia tuvieran un punto de espectáculo, además de nombres tan acertados como los de este año.
La Sección Oficial ha sido floja, eso no lo discute nadie: lo decían los críticos de uno u otro signo y procedencia diversas, y el público más o menos cinéfilo que sigue el festival. Se veía venir: la competición oficial es el corazón de un festival, y en los de primera categoría debe haber unos cuantos ganchos en forma de cineastas de prestigio y relevancia. Eso es lo que atrae a la prensa internacional de importancia, que puede sentirse muy a gusto en un festival y una ciudad acogedores, pero a la que, si no tiene materia informativa de alcance, no le compensará venir. Y siempre es mejor contar con jugadores de primera, aunque luego no les salga el mejor partido.
En la Oficial había demasiadas medianías, no un mal cine, sino un cine sin suficiente relevancia, ya sea esta medida por la originalidad y la excelencia de las películas o por la importancia de tener a ciertos talentos en competición.
Del buen ojo y acierto del comité de selección no hay ninguna duda: no hay más que ver la variedad y buen tino de todas las demás secciones; y la selección de cine español én la Oficial era perfecta: concisa, compensada y con relevancia. Pero el cine internacional es otra cosa, la más complicada también. El eterno problema de que los tres grandes festivales europeos se lleven todos los peces gordos se compensa un poco con el 'permiso' para poner en competición películas que ya hayan pasado por Toronto. En ese terreno tiene que jugar el Zinemaldia para armar una competición relevante, que tampoco se puede fiar a «la apuesta por los nuevos talentos», porque para eso ya ha estado siempre Nuevos Directores, y se han ido añadiendo muchas más iniciativas. Y aunque la Oficial también haya servido historicamente, y deba servir, para descubrir talentos del futuro, como ocurrió hace tiempo con Hirokazu Kore-eda y Bong Joon-ho. Además, el año pasado ya hubo ese tipo de directores deseados aunque no sean los inalcanzables de primerísima fila: Claire Denis, Brillante Mendoza, Naomi Kawase o Peter Strickland. Y no hay que renunciar a tener a los Cronenberg, Ozon, Villeneuve o Tavernier que han estado a concurso a lo largo de los años. Será la cuestión más necesitada de revisión, junto a la venta de entradas y las presencias.
Porque el tan cacareado debate de si hay suficiente glamour o no tiene que ser reformulado: lo importante es que las películas vengan con sus equipos, sea Kristen Stewart o un desconocido director que emociona al público en el coloquio, un espacio donde ocurren algunas de las cosas más importantes del Zinemaldia, aunque pocas veces lo reflejemos. Esa interacción del público con los artistas, sean del pelo que sea, es el otro corazón del Zinemaldia. Y cuando las películas vienen un poco pobres de presencias, como la inaugural, o falta Bong Joon-ho, o una película de oficial como la de James Franco se proyecta sin nadie que la defienda (tan insólito, cierto, como tener que sacarla de concurso), la edición se resiente.
Todas las abuntantes fortalezas que rodean a esas debilidades han vuelto a estar a pleno rendimiento: la impecable y muy 'friendly' organización; la programación y facilidades para los acreditados, que se ha mejorado; la ingente cantidad de actividades que permite que haya muchos festivales en uno, la gente de industria que vuelve porque se cuecen cosas que le interesan, y el buenrrollismo indudable, quizás lo más difícil de lograr, que empuja los nueve días del festival, que cada vez tiene más ecos al resto del año.
La lógica diría que la película que tiene mejor dirección y mejor guion es la más redonda, pero el jurado no eligió 'La trinchera infinita' para la Concha de Oro, aunque sí le otorgó esos dos importantes premios. Pero además de los oficiales, el filme de Arregi, Garaño y Goneaga se llevó otros seis premios, y algunos tan importantes como el Fipresci, que otorga la crítica internacional. Además ganó el premio Irizar del cine vasco, el Euskal Gidoigileen Elkartea, el premio Feroz de los informadores de cine, el Flipesci de la cinefilia local y una mención en los Blogos de Oro.
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